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Las siete última palabras

Las «Siete palabras» pronunciadas por Jesús desde la cruz, llamadas a veces «las siete últimas palabras», cons­tituyen el tema de predicación más general en toda la Cris­tiandad.

Las «Siete palabras», son explicadas anualmente desde una multitud de púlpitos, cada viernes santo, en iglesias de diversas confesiones por todo el mundo. En tales cultos las «Siete Palabras» son casi sin excepción la base del sermón de Pasión. Por lo menos una vez al año podemos estar seguros de que casi toda la Cristiandad tendrá la oportunidad de oir la explicación de estos textos.

Desgraciadamente mucha predicación falsa es hecha so­bre ellos. Quizá el motivo es porque cada predicador trata de presentar «nuevo material», o por lo menos una manera nueva de tratar el asunto. Y el deseo de novedad puede sobrepasar los límites prescritos por una interpretación cuidadosa. Sin embargo, lo más básico del problema es el hecho de que se trata de textos de difícil tratamiento. Sólo el expositor poco escrupuloso no encontrará dificultad en explicarlos. Se hace superficialmente, desarrollándolos de un modo tópico. A menudo, teniendo el tópico poca relación intrínseca con la verdad en ellos revelada. Además, algunos se extravían porque tratan las «Siete Palabras» como declaraciones aisladas, en vez de tomar en consideración, de un modo total, el contexto bíblico que las rodea. Si se hiciera plena justicia a «das palabras de Cristo» yendo al fondo de ellas se podrían sacar sus riquezas, y realizar una tarea difícil, pero bien recompensada.

Los errores que tienen lugar al tratar la «Primera palabra» de Jesús desde la cruz: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen», pueden ser clasificados en dos categorías. Los que interpretan mal el significado de esta oración, y los que confunden la identidad de aquellos por quienes Jesús oró. Antes de tratar ambos problemas fijaremos nuestra atención en dos consideraciones preliminares.

En primer lugar, en el carácter excepcional de tales palabras de Cristo como expresiones de labios de un moribundo. Quizá esto puede ser visto mejor por comparación y contraste. Durante la década pasada la pena capital ha sido discutida por editores y periodistas. Entre la multitud de artículos que han aparecido en la prensa sobre este tema, había uno que presentaba biografías breves de hom­bres próximos a sufrir la pena capital por sus crímenes contra la sociedad. Las declaraciones de tales personas, en sus últimas horas, eran relatos dramáticos de las tensiones, esperanzas y temores que asaltan a los hombres que van a morir.

Fue significativo para mí observar las «últimas palabras» que hablaron estos hombres antes de ser ejecutados. Unos pocos de ellos no quisieron decir nada. Habían suplicado el indulto, el cual les había sido negado. Ahora hacían frente a la muerte como habían hecho frente a la vida, duros, frios, casi desprovistos de sensibilidad humana. Otros reaccionaron emotivamente. Uno clamó en los últimos momentos: «Soy inocente, juro ante Dios que soy inocente». Sus gritos fueron seguidos de sollozos entrecortados. Algu­nos estaban tan pálidos y flacos que tuvieron que ser atendidos en la misma cámara de ejecución. Uno escapó a correr, haciendo su paseo de muerte como última oportu­nidad de escapar. Luchó a cada paso y se defendió de los que querían detenerle. Desde la silla eléctrica exclamó burlonamente: «A todos os veré en el infierno».

Podemos comprender reacciones de esta clase; aun cuando no las aprobemos, comprendiendo perfectamente que son reacciones humanas ante una muerte forzada. Pero ¡cuán diferentes son de las palabras de Cristo!: «Padre perdónalos porque no saben lo que hacen». «Hoy estarás conmigo en el Paraíso».... «Mujer, he aquí tu hijo. Hijo, he aquí tu madre».... «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?».... «Sed tengo».... «Consumado es».... «En tus manos encomiendo mi espíritu....»

Estas palabras pueden contarse, como las más excepcionales que jamás ha hablado hombre alguno ante la muerte. Ciertamente los adjetivos «extrañas» y «excepcionales», no describen adecuadamente las palabras de Cristo desde la cruz. Tiene que reconocerse que son palabras únicas. Aun en la misma Sagrada Escritura no se encuentra nada semejante, a excepción de las palabras de Esteban, el primero de los mártires cristianos, que siguió al Señor en su muerte, quien evidenció un espíritu similar al de su Maestro con respecto a sus perseguidores.

Por lo general las Escrituras guardan silencio acerca de la muerte de los mejores hombres de Dios. Esta es nuestra segunda consideración preliminar, el silencio de las Escrituras respecto a la muerte de muchos hombres santos. Tanto Pedro como Pablo, los dos personajes más grandes del Nuevo Testamento, desaparecen de la escena sin ninguna palabra acerca de su partida. La tradición sostiene que Pedro fue crucificado y añade que en el último momento, pidió que su cuerpo fuera invertido en la cruz, con su cabeza abajo, porque se sentía indigno de morir como su Señor había muerto. Pero es una tradición nada más, La Sagrada Escritura no provee ningún relato de la muerte de Pedro.

Asimismo, la última referencia escritural con respecto a Pablo le deja en prisión, en la ciudad de Roma. La tradición dice que Pablo fue ejecutado en Roma. Algunos creen que fue libertado de dicho encarcelamiento y continuó sus viajes misioneros, quizá en España; pero la Escritura guarda silencio al respecto. El libro de los Hechos concluye con Pablo prisionero en Roma.

La muerte de Juan el Bautista, o por lo menos los sucesos que rodearon su muerte, nos son dados con más detalle. Sin embargo no tenemos las palabras que Juan dijera en tal ocasión. Por largos meses había permanecido en la cárcel hasta la noche fatal en que su muerte fue ordenada por un monarca borracho. ¿Qué había en la mente del Bautista cuando los soldados se aproximaron a su celda espada en mano? ¿Pidió Juan que la venganza del cielo cayera sobre los que de un modo tan rudo le arrebataban la vida? ¿Invocó el juicio de Dios sobre el indigno monarca que decretó su muerte? El relato solo nos dice que su cabeza fue traída en una «bandeja de plata». No tenemos ninguna palabra de Juan.

El silencio del relato bíblico respecto a la muerte de otros personajes bíblicos seguramente no es sin significado. Sugerimos que era el propósito de Dios apartar la atención sobre la muerte de otros hombres para dirigirla a Aquel cuya muerte es diferente de todas. Cuando escuchamos sus palabras en medio del silencio de los demás, somos doblemente sobrecogidos por su significado. Pongamos pues gran atención a la primera palabra de la cruz; «Padre, perdónalos que no saben lo que hacen.»

El comentario más común y superficial de este texto se basa en dos suposiciones. En primer lugar que Jesús estaba pidiendo perdón por los responsables inmediatos de su muerte. En segundo lugar se supone que el ruego de Jesús se basaba en la ignorancia de sus perseguidores. El razo­namiento es el siguiente: Estos hombres no conocían que El era el Hijo de Dios; si hubiesen comprendido quién era, no le hubieran crucificado; por tanto su acto fue realizado en ignorancia. Así que la oración de Cristo es interpretada como que buscaba su perdón sobre la base de su ignorancia.

Sin embargo, si consideráis el asunto a la luz de vuestro conocimiento de toda la Escritura, comprenderéis que esto no puede ser verdad. Teniendo en cuenta el contexto de toda la Palabra de Dios, esto no puede ser el simple significado de la oración de Cristo. ¿Por qué? las Escrituras enseñan claramente que la ignorancia no es una base o razón para el perdón. En su epístola a los Romanos, Pablo escribió que ningún hombre puede excusarse delante de Dios (Romanos 1:20). Aquellos que han oído el Evangelio y los que no lo han oído, ninguno tendrá excusa delante de El. Por tanto la ignorancia no es ningún fundamento para el perdón.

La ignorancia no es ninguna excusa ni ante las leyes de Dios, ni ante las de los hombres. Suponed que habéis tenido parte en un accidente de automóvil. Cuando llega la policía de tráfico a investigar el caso, podréis presentar una gran variedad de excusas: Que vuestra visión estaba oscurecida y no visteis llegar a tiempo el otro vehículo para impedir la colisión. Que no supisteis que había un trozo helado de carretera, pues hasta llegar al lugar del accidente había aparecido seca. Que el otro vehículo había faltado también, o que sufristeis la rotura de un brazo en el accidente. Nada puede cambiar el hecho. Las leyes son leyes y tenéis el deber ineludible, como ciudadanos, de conocerlas y respetarlas. ¿Y qué diremos de las leyes de la naturaleza? ¿Excusan a alguien por ignorarlas? Ellas son, simplemente, un ejemplo de la manera en que Dios administra su creación. «La ley natural» puede ser descrita como un reflejo de la misma naturaleza de Dios. Dios no hace nada contrario a su propia naturaleza; esto aceptamos fácilmente en la esfera física. La Sagrada Escritura indica que el mismo principio tiene lugar en la esfera moral. La ignorancia no detiene la justicia de Dios.

La manera en que Dios trata con los hombres, tanto en su justicia como en su misericordia, puede ser visto comparando el caso de Sodoma y Gomorra en contraste con el de Nínive.

Respecto a Sodoma y Gomorra se nos dicen dos cosas: 1) Que eran ciudades extremadamente perversas. ¿Eran más perversas que otras ciudades antiguas? Quizá no, pero sí muy perversas. 2) Que fueron destruidas por un acto de Dios. Hasta donde sabemos por la Sagrada Escritura, no hay indicación alguna de que les fuera enviado un profeta llamándoles al arrepentimiento. Pecaron y fueron des­truidos.

El relato bíblico respecto a estas ciudades se centra en un hombre, Lot, el sobrino de Abraham. A esta familia fue permitido escapar de la ciudad de Sodoma antes que cayera el juicio, y su escape es inmediatamente relacionado con la oración del piadoso Abraham; aquel a quien la fe le fue contada por justicia. ¿Fueron advertidos los otros habitantes de Sodoma? ¿Se les dió oportunidad de arrepentirse y librarse? Nada se nos dice respecto a una advertencia general. Pecaron y tuvieron que morir.

Por contraste notad el trato de Dios con respecto a Nínive. Esta era también una ciudad extremadamente mala. Todos sabemos que Dios perdonó a Nínive, pero nada se nos dice de tal propósito al principio del relato. Dios no lo declaró a Jonás,. Dios envió al profeta a llamar la atención del pueblo de Nínive acerca de sus pecados, y a advertirles que la ira de Dios iba a caer sobre ellos si permanecían en su iniquidad. El pueblo de Nínive escuchó las palabras de Jonás y se arrepintió. Entonces y sólo entonces se les concedió el perdón, y la ira de Dios se apartó de ellos.

Así se nos expone un principio: El único perdón conocido en la Palabra de Dios es precedido por el arrepentimiento. Cuando Dios quiere conceder perdón al pecador, primero le trae al arrepentimiento. Este hecho es ilustrado en la vida del rey David. Recordad el gran pecado de David; un pecado doble, incluyendo dos repugnantes crímenes, el adulterio y el asesinato. También aquí podemos sentir que era la voluntad de Dios que David fuera perdonado.

Pero Dios no pronunció el perdón sobre el pecado de David, desde el primer momento. El Señor envió al profeta Nathan a acusar a David de su pecado, a advertirle de que su nefasto crimen era conocido de Dios, llamándole al arrepentimiento; y David se arrepintió. Cuando oímos a David clamar: «A Ti, a Ti sólo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos», conocemos la profundidad y realidad del arrepentimiento del rey David.

Cuando uno considera esta verdad escritural, que el perdón tiene que ser siempre precedido por el arrepentimiento, se comprende inmediatamente que Jesús no quería significar «perdónales» porque son ignorantes.

Entonces, ¿qué pidió Jesús a Dios? El rogó que aquellos por los cuales oraba pudieran ser traídos al conocimiento de la verdad, a una convicción de su pecado y al arrepenti­miento. Exactamente como cuando el profeta Nathan vino a David a traerle el sentimiento de su pecado para que implorara el perdón de Dios, y fue perdonado. Del mismo modo debemos entender la oración de Jesús. Jesús quería que aquellos por los cuales oraba llegaran al conocimiento de la verdad; que no permanecieran ignorantes de su pecado, sino que siendo convictos de el, pudieran ser traídos al arrepentimiento. Entonces y no antes, recibirían el perdón de Dios.

Nadie puede dudar de que este es el significado de la oración de Jesús cuando miramos la escena de la crucifixión. Esta escena incluye no una cruz, sino tres. Al lado de Jesús pendían dos malhechores, uno a su derecha y otro a su izquierda. Recordad que uno de los dos recibió el perdón de Cristo hallándose colgado en la cruz; el otro permaneció en su pecado, y bajo la condenación de la justicia de Dios. ¿Cuál era la diferencia entre ambos? Aparentemente estos dos hombres eran culpables de los mismos crímenes; ambos habían quebrantado las leyes de Dios y de los hombres; ambos estaban recibiendo el justo castigo por sus crímenes contra la sociedad. Sin embargo, uno de ellos recibió el perdón de Dios; el otro quedó bajo condenación ¿Por qué? Porque uno se arrepintió de su pecado y el otro no lo hizo.

No nos equivoquemos pues. La oración de Jesús no buscaba el perdón de nadie a base de su ignorancia o incomprensión. Jesús oraba para que aquellos por los cuales estaba dando su vida, pudieran venir al conocimiento de la verdad; que este conocimiento fuera seguido de arrepentimiento de sus pecados, y que mediante el arrepentimiento pudieran recibir el perdón de Dios.

Este hecho viene a ser muy claro cuando consideramos la identidad de aquellos por quienes Jesús oró. Muchas teorías han sido propuestas al respecto. Algunos dicen que Jesús estaba buscando el perdón para los legionarios romanos que realizaron el acto material de su crucifixión. Se arguye, que los soldados estában cumpliendo órdenes de sus superiores, de modo —dicen algunos— que no pueden ser hechos responsables de la muerte de Cristo. Otros explican: Jesús procuró el perdón para los gobernantes judíos que fraguaron su muerte. Los miembros del Sanedrín, el Príncipe de los Sacerdotes, los escribas, fariseos y saduceos, eran todos hombres religiosos, que creían sinceramente haber condenado a muerte a un blasfemo. Si ellos hubiesen comprendido que Jesús era el Mesías de la profecía, seguramente no habrían buscado su muerte.

Una tercera explicación es la de que Jesús pedía el perdón para el pueblo de Jerusalén, algunos de cuyos habitantes habían llorado cuando Él iba camino del Gólgota llevando la cruz. Si ellos hubiesen comprendido quién era, seguramente no hubiesen permitido su crucifixión. Finalmente sigue la interpretación universalista de que Jesús ofreció esta oración por todos los hombres.

Ninguna de estas interpretaciones es válida, porque todas ellas parten de un principio equivocado. El punto verdadero es: ¿Por quién podía Jesús haber ofrecido esta oración desde la cruz? Sólo unas horas antes él había elevado al Padre la gran oración sacerdotal, en la cual había dicho: «No pido por el mundo, sino por los que mediste» (Juan 17:9). De esta declaración y del contexto en que está puesta, aparecen inmediatamente dos hechos bien claros: Primero, que Jesús no oró por todos los hombres. Segundo: que oró por algunos de un modo definido; aquellos que le habían sido dados por el Padre.

Evidentemente, esto es tan cierto en la cruz como en la noche anterior a su muerte. Después de todo, Él es el mismo ayer, hoy y por los siglos. Los hombres cambian frecuentemente de sentir por diversas razones, pero Dios no. Él es el inmutable. Lo que era cierto en el camino de Getsemaní: «No pido por el mundo, sino por los que me diste», es igualmente cierto sobre la cruz

La profecía de Isaías contiene una ampliación de esta verdad. Ocho siglos antes Isaías escribió: «....habiendo derramado su alma hasta la muerte fue contado con los transgresores» (Isaías 53:12). Es bien claro que se refiere a la crucifixión, pues leemos: «Por cuanto derramó su alma hasta la muerte» y más adelante se nos dice la causa de su muerte: «Habiéndo llevado el pecado de muchos». Finalmente leemos «Y orado por los transgresores.»

Aquí surge la pregunta: ¿Quiénes son los transgresores por quienes Jesús oró? Diciéndolo en otra forma: El intercedió por los transgresores, pero ¿por cuáles transgresores oró? La respuesta se halla en el propio versículo. Considerad las dos cláusulas: «Llevó los pecados de muchos».... y «orado por los transgresores» Los sujetos de ambas clausulas gramaticales son exactamente los mismos. Oró por los transgresores cuyos pecados El llevó. Este es el punto vital, por ellos y nadie más.

¿Y de quién llevó los pecados? Los pecados de muchos, leemos en la profecía del Antiguo Testamento. Y lo mismo hallamos en el Nuevo Testamento: «El vino a dar su vida en rescate por muchos» (Mateo 20:28). Y otra vez en boca de Jesús mismo: «Esta es mi sangre del Nuevo Pacto, la cual es derramada por muchos, para la remisión de pecados» (Mateo 26:28). Tened presente que «muchos» NO ES «todos». El término «muchos» es indefinido. Puede significar muchos o pocos, comparativamente hablando. Pueden ser más, o menos. Lo que no puede significar, con toda seguridad, es todos los hombres.

Jesús confirmó la naturaleza particular y limitada de la expiación cuando dijo: «Yo soy el Buen Pastor y conozco mis ovejas y las mías me conocen.... y pongo mi vida por las ovejas» (Juan 10:14-15) No por los carneros —podríamos añadir—. Y aun más, El mismo nos dice que conoce sus ovejas. Y otra vez declara Juan: «El llama sus ovejas por nombre. (Juan 10:3). Cristo murió, no por una masa gris, anónima, sino por sus propias ovejas, que son conocidas por El, las cuales llama por su nombre. Por éstos ora. Le fueron dadas por el Padre, y por ellos ora: «No por el mundo, sino por aquellos que me diste».

Los límites de la oración de Cristo desde la cruz son definidos por los límites de la redención. No puede ser de otra manera. El perdón siempre está fundado en la muerte de Cristo. Aparte de Cristo y su muerte expiatoria, no puede haber perdón de pecados. Por esto El dijo: «Como yo pongo mi vida por las ovejas.» Oró para que fueran traídas al arrepentimiento y a la fe y, por consiguiente, fueran perdonadas. Cuando los transgresores son perdonados, volviendo de la muerte a la vida, la oración de Cristo en la cruz es cumplida.

Este hecho lleva muchas consecuencias. ¡Preciosas y benditas consecuencias! La oración de Cristo fue ofrecida por cada una de las almas que le fueron dadas por el Padre. Por Abraham, Isaac, Jacob, Moisés —para mencionar unos pocos nombres—, por sus pecados El fue a la cruz. Por ti, por mí, por todos aquellos que le fueron dados por el Padre desde el principio de los tiempos; por estos murió, y por estos ofreció esta primera oración desde la cruz.

Esto es muy significativo. Ni la expiación ni su oración desde la cruz tienen que ser vistas en términos generales. El oró, y murió, por aquellos a quienes El «llama por sus nombres». Cada uno de nosotros, todos nosotros colectivamente como Iglesia, que El compró con el derramamiento de su sangre. Nosotros fuimos los que clavamos los clavos en sus manos y sus pies, y hundimos la espada en su costado. Ningún hombre podría empalar, nada menos que al Hijo de Dios sobre una cruz. El mismo dijo: «Nadie toma mi vida, pues yo la pongo de mí mismo.» Aunque Dios los usó como instrumentos de iniquidad para realizar su muerte, la primera razón para la muerte de cruz era, no porque hombres malos le pusieron allí, sino a causa de aquellos por quienes Él se entregó a sí mismo a la muerte de cruz.

¿Qué significa entonces esta oración para mí hoy día? Cuando me doy cuenta de que mi Señor estaba orando por mí, aun colgado sobre la cruz, y que rogó: «Padre, perdóna­los....», comprendo que yo estoy entre «aquellos» por quienes El oró. Por mí fue que dijo: «Padre, perdónalos que no saben lo que hacen.» Jesús estaba pidiendo al Padre que por su Palabra, y por su espíritu, yo pudiera ser traído al conocimiento de mi pecado para dar lugar al arrepentimiento con lágrimas y a la fe, a fin de que yo pudiera recibir el perdón de Dios y la esperanza de vida y gloria eterna.

Si uno comprende la oración de Cristo de esta manera, viene a ser, no sólo mucho más tierna, sino más personal. Cuando uno comprende que Jesús oró, no por una pequeña tropa de soldados romanos, no por los tumultuosos judíos de su tiempo, sino por los elegidos de todas las edades; por aquellos de quienes dijo: «Los que me diste» o sea, más particularmente, por ti y por mí, los que ahora creemos en su nombre, esta oración viene a ser intensamente personal.

«Aquellos que me has dado», «mis propias ovejas, a quienes llamo por nombre»; «perdónales, no simplemente porque son ignorantes, sino tráeles al conocimiento de la verdad, tráeles al lugar de penitencia con lágrimas, tráeles al pie de la cruz y entonces perdónales porque yo pongo mi vida por ellos.»

La oración de Jesús fue cumplida aun estando El sobre la cruz. Un momento después, un condenado que estaba a su lado, rogó: «Señor, acuérdate de mí cuando vinieres a tu reino». Él le replicó: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» Poco después esta misma oración fue cumplida otra vez con el centurión, que levantando sus ojos a Cristo crucificado exclamó: «Verdaderamente éste era Hijo de Dios». (Mateo 27:54). La oración de Cristo fue cumplida de nuevo el día de Pentecostés, cuando Pedro predicó: «Arrepentios y sed bautizados cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para la remisión de los pecados»; pues leemos que tres mil almas fueron añadidas a la Iglesia aquel día. (Hechos 2:38-41).

La oración de Jesús es cumplida entre nosotros diaria­mente. Doquiera que una persona es traída al arrepenti­miento, se cumple esta oración de los labios de Cristo. Doquiera una persona llega a confesar su pecado con fe, esta oración es cumplida. En cada uno de nosotros; no tan sólo en aquellos que han ido muy lejos en el pecado y han malgastado su vida en pecados disolutos.

Cuando oramos por nuestros hijos, lo que hacemos a veces con dolor de corazón, sabiendo que no siempre cumplimos rectamente nuestro alto llamamiento de padres guardadores del pacto, rogamos: «Crea, Señor, una fe verdadera en los corazones de nuestros hijos, mantenles en la palma de tu mano. No los dejes».... Mucho tiempo ha que Jesús oró por cada uno de aquellos que Dios le había dado y oró por nuestros hijos también, «Padre perdónales....» El vino a decir, prácticamente: «Trae a ese niño a una consciencia de la promesa dada a sus padres en el Pacto. Trae a este niño a la comprensión de que es un pecador por naturaleza, que sólo por la gracia puede ser vuelto a la adoración de Dios. Trae a este niño a la comprensión de que en cada vida debe haber arrepentimiento por el pecado, y fe en Mí para la redención y la vida eterna.» Doy gracias a Dios cuando le oigo decir: «Padre, perdónales....»; por fe puedo saber que yo era uno de aquellos por quienes El oró. ¡Dad gracias a Dios por esto vosotros también!

Porque el oró; porque la Palabra y el Espíritu de Dios son más poderosos que el mal que habita en nosotros y que los principados y potestades de las tinieblas que nos rodean; porque Dios, en su maravillosa, inmaculada, irresistible y soberana gracia ha respondido su oración, es por lo que vosotros y yo adoramos a Dios ahora en el nombre de Jesucristo.

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