Desde la caída del hombre en el huerto del Edén la humanidad necesitaba un Redentor. Un sacrificio con sangre que no tuviera mancha de pecado, lo cual sólo podía ser satisfecho en la persona de un solo Hombre, del Señor Jesucristo. Por lo tanto, es de suprema importancia que reconozcamos la trascendencia que tiene la última semana de la vida del Señor y su sacrificio. Ha sido y siempre será imposible que una persona pueda ser salva por sí misma. Nadie puede ser salvo por sus buenas obras. Necesitamos el sacrificio del Señor a fin de poder tener vida eterna en el cielo. Jesús fue ese sacrificio y su muerte como el Cordero de Dios fue profetizada ya desde Génesis 3:15, cuando Dios le dijo a la serpiente, la simiente de Satanás: “Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar” (Génesis 3:15).