La Iglesia Católica abolió definitivamente el limbo, ese "no lugar" o zona gris ubicada entre el Paraíso y el Infierno, adonde según una tradición teológica difundida durante muchos siglos iban a parar las almas de los niños fallecidos sin bautizar y también de aquellas personas (incluso las de vida virtuosa, como los profetas bíblicos) que habían muerto antes de la resurrección de Cristo.