Entre ellos, Gran Bretaña tuvo el honor de tomar la delantera y de mantener los primeros aquella libertad en la controversia religiosa que dejó atónita a toda Europa, y que demostró que la libertad religiosa y política son las causas de la prosperidad de esta favorecida isla. Entre las primeras de estas eminentes personas tenemos a Juan Wickliffe
Este célebre reformador, llamado «La Estrella Matutina de la Reforma», nació alrededor del año 1324, durante el reinado de Eduardo II. De su familia no tenemos información cierta. Sus padres lo designaron para la Iglesia, y lo enviaron a Queen's College, en Oxford, que había sido fundado por entonces por Robert Eaglesfield, confesor de la Reina Felipa. Pero al no ver las ventajas para el estudio que esperaba en aquel establecimiento nuevo, pasó al Merton College, que era entonces considerado como una de las instituciones más eruditas de Europa.
Lo primero que lo hizo destacar en público fue su defensa de la universidad contra los frailes mendicantes, que para este tiempo, desde su establecimiento en Oxford en 1230, habían sido unos vecinos enojosos para la universidad. Se fomentaban de continuo las pendencias; los frailes apelaban al Papa, y los académicos a la autoridad civil; a veces prevalecía un partido, a veces el otro. Los frailes llegaron a encariñarse mucho con el concepto de que Cristo era un mendigo común; que Sus discípulos también lo fueron; y que la mendicidad era una institución evangélica. Esta doctrina la predicaban desde los púlpitos y en los lugares donde tuvieran acceso.
Wicklifíe habla menospreciado durante mucho tiempo a estos frailes por la pereza con que se desenvolvían, y ahora tenía una buena oportunidad para denunciarlos. Publicó un tratado en contra de la mendicidad de personas capaces, y demostró que no sólo eran un insulto a la religión, sino también a la sociedad humana. La universidad comenzó a considerarlo como uno de sus principales campeones, y pronto fue ascendido a maestro de Baliol College.
Alrededor de este tiempo, el Arzobispo Islip fundó Canterbury Hall, en Oxford, donde estableció a un rector y once académicos. Y fue Wickliffe el escogido por el arzobispo para el rectorado, pero al morir éste, su sucesor Stephen Langham, obispo de Ely, lo depuso. Como en esto hubo una flagrante injusticia, Wickliffe apeló al Papa, que posteriormente dio sentencia en su contra por la siguiente causa: Eduardo III, que era a la sazón rey de Inglaterra, había retirado el tributo que desde el tiempo del Rey Juan se había pagado al Papa. El Papa amenazó; Eduardo entonces convocó un Parlamento. El Parlamento resolvió que el Rey Juan había cometido un acto ilegal, y entregado los derechos de la nación, y aconsejó al rey a que no se sometiera, fueran cuales fueran las consecuencias.
El clero comenzó ahora a escribir en favor del Papa, y un erudito monje publicó un animoso y plausible tratado, que tenía muchos defensores. Wickliffe, irritado al ver una causa tan mala tan bien defendida, se opuso al monje, y ello de forma tan magistral, que ya no se consideraron sus argumentos como irrefutables. De inmediato perdió su causa en Roma, y nadie abrigaba ninguna duda de que era su oposición al Papa en un momento tan critico la causa verdadera de que no se le hiciera justicia en Roma.
Wickliffe fue después escogido a la cátedra de teología, y ahora quedó plenamente convencido de los errores de la Iglesia de Roma y de la vileza de sus agentes monásticos, y decidió denunciarlos. En conferencias públicas fustigaba sus vicios y se oponía a sus insensateces. Expuso una variedad de abusos cubiertos por las tinieblas de la superstición. Al principio comenzó a deshacer los prejuicios del vulgo, y siguió con lentos avances; junto a las disquisiciones metafísicas de la época mezcló opiniones teológicas aparentemente novedosas. Las usurpaciones de la corte de Roma eran un tema favorito suyo. Acerca de éstas se extendía con toda la agudeza de su argumento, unidas con su razonamiento lógico. Esto pronto hizo clamar al clero, que, por medio del arzobispo de Canterbury, le privaron de su cargo.
Para este tiempo, la administración de interior estaba a cargo del duque de Lancaster, bien conocido por el nombre de Juan de Gaunt. Este príncipe tenía unos conceptos religiosos muy libres, y estaba enemistado con el clero. Habiendo llegado a ser muy gravosas las exacciones de la corte de Roma, decidió enviar al obispo de Bangor y a Wickliffe para que protestaran contra tales abusos, y se acordó que el Papa ya no podía disponer de ningunos beneficios pertenecientes a la Iglesia de Inglaterra. En esta embajada, la observadora mente de Wickliffe penetró en los entresijos de la constitución y política de Roma, y volvió más decidido que nunca a denunciar su avaricia y ambición.
Habiendo recuperado su anterior situación, comenzó a denunciar al Papa en sus conferencias sus usurpaciones, su pretendida infalibilidad, su soberbia, su avaricia y su tiranía. Fue el primero en llamar Anticristo al Papa. Del Papa pasaba a la pompa, el lujo y las tramas de los obispos, y los contrastaba con la sencillez de los primeros obispos. Sus supersticiones y engaños eran temas que presentaba con energía de mente y con precisión lógica.
Gracias al patronazgo del duque de Lancaster, Wickliffe recibió un buen puesto, pero tan pronto estuvo instalado en su parroquia que sus enemigos y los obispos comenzaron a hostigarle con renovado vigor. El duque de Lancaster fue su amigo durante esta persecución, y por medio de su presencia y la de Lord Percy, conde mariscal de Inglaterra, predominó de tal manera en el juicio que todo acabó de manera desordenada.
Después de la muerte de Eduardo III le sucedió su nieto Ricardo II, con sólo once años de edad. Al no conseguir el duque de Lancaster ser el único regente, como esperaba, comenzó su poder a declinar, y los enemigos de Wickliffe, aprovechándose de esta circunstancia, renovaron sus artículos de acusación en su contra. Consiguientemente, el Papa despachó cinco bulas al rey y a ciertos obispos, pero la regencia y el pueblo manifestaron un espíritu de menosprecio ante la altanera manera de proceder del pontífice, y necesitando éste dinero para entonces para oponerse a una inminente invasión de los franceses, propusieron aplicar una gran suma de dinero, recogida para el Papa, para este propósito. Sin embargo, esta cuestión fue sometida a la decisión de Wickliffe. Sin embargo, los obispos, que apoyaban la autoridad del Papa, insistían en someter a Wickliffe a juicio, y estaba ya sufriendo interrogatorios en Lambeth cuando, por causa de la conducta amotinada del pueblo fuera, y atemorizados por la orden de Sir Lewis Clifford, un caballero de la corte, en el sentido de que no debían decidirse por ninguna sentencia definitiva, terminaron todo el asunto con una prohibición a Wickliffe de predicar aquellas doctrinas que fueran repugnantes para el Papa; pero el reformador la ignoró, pues yendo descalzo de lugar en lugar, y en una larga túnica de tejido basto, predicaba más vehemente que nunca.
En el año 1378 surgió una contienda entre dos Papas, Urbano VI y Clemente VII, acerca de cuál era el Papa legítimo, el verdadero vicario de Cristo. Este fue un período favorable para el ejercicio de los talentos de Wickliffe: pronto produjo un tratado contra el papado, que fue leído de buena gana por toda clase de gente.
Para el final de aquel año, Wickliffe cayó enfermo de una fuerte dolencia, que se temía pudiera resultar fatal. Los frailes mendicantes, acompañados por cuatro de los más eminentes ciudadanos de Oxford, consiguieron ser admitidos a su dormitorio, y le rogaron que se retractara, por amor de su alma, de las injusticias que había dicho acerca del orden de ellos. Wickliffe, sorprendido ante éste solemne mensaje, se recostó en su cama, y con un rostro severo dijo: «No moriré, sino que viviré para denunciar las maldades de los frailes.»
Cuando Wickliffe se recuperó se dedicó a una tarea sumamente importante: la traducción de la Biblia al inglés. Antes de la aparición de esta obra, publicó un tratado, en el que exponía la necesidad de la misma. El celo de los obispos por suprimir las Escrituras impulsó enormemente su venta, y los que no podían procurarse una copia se hacían transcripciones de Evangelios o Epístolas determinadas. Posteriormente, cuando los lolardos fueron aumentando en número, y se encendieren las hogueras, se hizo costumbre atar al cuello del hereje condenado aquellos fragmentos de las Escrituras que se encontraran en su posesión, y que generalmente seguían su suerte.
Inmediatamente después de esto, Wickliffe se aventuró un paso más, y atacó la doctrina de la transubstanciación. Esta extraña opinión fue inventada por Paschade Radbert, y enunciada con un asombroso atrevimiento. Wickliffe, en su lectura ante la Universidad de Oxford en 1381 atacó esta doctrina, y publicó un tratado acerca de ella. El doctor Barton, que era en aquel tiempo vicecanciller de Oxford, convocó a las cabezas de la universidad, condenó las doctrinas de Wickliffe como heréticas, y amenazó a su autor con la excomunión. Wickliffe al no conseguir ningún apoyo del duque de Lancaster, y llamado a comparecer ante su anterior adversario, William Courteney, ahora arzobispo de Canterbury, se refugió bajo el alegato de que él, como miembro de la universidad, estaba fuera de la jurisdicción episcopal. Este alegato le fue admitido, por cuanto la universidad estaba decidida a defender a su miembro.
El tribunal se reunió en el día señalado, al menos para juzgar sus opiniones, y algunas fueron condenadas como erróneas, y otras como heréticas. La publicación acerca de esta cuestión fue inmediatamente contestada por Wickliffe, que había venido a ser el blanco de la decidida inquina del arzobispo. El rey, a petición del obispo, concedió una licencia para encarcelar al maestro de herejía, pero los comunes hicieron que el rey revocara esta acción como ilegal. Sin embargo, el primado obtuvo cartas del rey ordenando a la Universidad de Oxford que investigara todas las herejías y los libres que Wickliffe había publicado; como consecuencia de esta orden hubo un tumulto en la universidad. Se supone que Wickliffe se retiró de la tormenta a un lugar oscuro del reino. Pero las semillas habían sido sembradas, y las opiniones de Wickliffe estaban tan difundidas que se dice que si uno veía a dos personas en un camino, podía estar seguro de que una era un lolardo. Durante este período prosiguieron las disputas entre los dos papas. Urbano publicó una bula en la que llamaba a todos los que tuvieran consideración alguna por la religión a que se esforzaran en su causa, y a que tomaran armas contra Clemente y sus partidarios en defensa de la santa sede.
Una guerra en la que se prostituía de manera tan vil el nombre de la religión despertó el interés de Wickliffe, incluso en su ancianidad. Tomó otra vez la pluma, y escribió en contra de ella con la mayor acritud. Reprendió al Papa con la mayor libertad, y le preguntó: «¿Cómo osáis hacer del emblema de Cristo en la cruz (que es la prenda de la paz, de la misericordia y de la caridad una bandera que nos lleve a matar a hombres cristianos por amor a dos falsos sacerdotes, y a oprimir a la cristiandad de manera peor que Cristo y Sus apóstoles fueron oprimidos por los judíos? ¿Cuándo el soberbio sacerdote de Roma concederá indulgencias a la humanidad para vivir en paz y caridad, como lo hace ahora para que luchen y se maten entre si?»
Este severo escrito le atrajo el resentimiento de Urbano, y hubiera podido envolverlo en mayores inquietudes que las que había experimentado hasta entonces. Pero fue providencialmente librado de sus manos. Cayó víctima de una parálisis, y aunque vivió un cierto tiempo, estaba de tal manera que sus enemigos consideraron como resultado de su resentimiento.
Wickliffe volvió tras un breve espacio de tiempo, bien de su destierro, bien de algún lugar en el que hubiera estado guardado en secreto, y se reintegró a su parroquia de Lutterworth, donde era párroco; allí, abandonando apaciblemente esta vida mortal, durmió en paz en el Señor, al final del año 1384, en el día de Silvestre. Parece que estaba muy envejecido cuando murió, «y que lo mismo le complacía de anciano que lo que le habla complacido de joven.»
Wickliffe tenía motivos por agradecerles que al menos le dieran reposo mientras vivió, y que le dieran tanto tiempo después de su muerte, cuarenta y un años de reposo en su sepulcro, antes que exhumaran su cuerpo y lo convirtieran de polvo a cenizas; cenizas que fueron luego echadas al río. Y así fue transformado en tres elementos: tierra, fuego y agua, pensando que así extinguían y abolían el nombre y la doctrina de Wickliffe para siempre. No muy diferente del ejemplo de los antiguos fariseos y vigilantes del sepulcro, que tras haber llevado al Señor a la tumba, pensaron que lograrían asegurar que no resucitara. Pero estos y todos los demás han de saber que así como no hay consejo contra el Señor, tampoco puede suprimirse la verdad, sino que rebrotará y renacerá del polvo y de las cenizas, tal como sucedió en verdad con este hombre; porque aunque exhumaron su cuerpo, quemaron sus huesos y ahogaron sus cenizas, no pudieron sin embargo quemar la palabra de Dios y la verdad de Su doctrina, ni el fruto y triunfo de la misma.