Por ello, consideraron conveniente quejarse ante el emperador de que los cristianos eran enemigos del estado, y que mantenían una correspondencia traicionera con los romanos, los grandes enemigos de Persia.
El emperador Sapores, de natural adverso al cristianismo, creyó con facilidad lo que se le decía contra los cristianos, y dio orden de que fueran perseguidos por todas las partes de su imperio. Debido a este edicto, muchas personas de eminencia en la iglesia y en el estado cayeron mártires ante la ignorancia y ferocidad de los paganos.
Constantino el Grande, informado de las persecuciones en Persia, escribió una larga carta al monarca persa, en la que le narraba la venganza que había caído sobre los perseguidores, y el gran éxito que habían gozado los que se habían detenido de perseguir a los cristianos.
Refiriéndose a sus victorias sobre emperadores rivales de su propia época, le dijo: «Sometí a estos sólo gracias a mi fe en Cristo; por ello Dios fue mi ayudador, dándome la victoria en la batalla, y haciéndome triunfar sobre mis enemigos. Del mismo modo me ha ensanchado los límites del Imperio Romano, de modo que se extiende desde el Océano Occidental hasta casi los confines del Oriente; y por estos dominios ni he ofrecido sacrificios a las antiguas deidades, ni he empleado encantamientos ni adivinaciones; sólo he ofrecido oraciones al Dios Omnipotente, y he seguido la cruz de Cristo. Y me regocijaría si el trono de Persia hallara también gloria abrazando a los cristianos; de modo que tú conmigo, y ellos contigo, podamos gozar de toda dicha.»
Como consecuencia de esta apelación, la persecución acabó por entonces; pero se renovó en años posteriores cuando otro rey accedió al trono de Persia.
Persecuciones bajo los herejes arrianos
El autor de la herejía arriana fue Arrio, natural de Libia y sacerdote de Alejandría, que en el 318 d.C. comenzó a hacer públicos sus errores. Fue condenado por un concilio de obispos libios y egipcios, y aquella sentencia fue confirmada por el Concilio de Nicea en el 325 d.C. Después de la muerte de Constantino el Grande, los arrianos hallaron medios para hacerse con el favor del emperador Constantino, su hijo y sucesor en oriente; y así se suscitó una persecución contra los obispos y el clero ortodoxos. El célebre Atanasio y otros obispos fueron desterrados, y sus sedes llenadas con arrianos.
En Egipto y Libia treinta obispos fueron martirizados, y muchos otros cristianos fueron cruelmente atormentados, y, en el 386 d.C., Jorge, obispo arriano de Alejandría, con la autoridad del emperador, comenzó una persecución en aquella ciudad y sus alrededores, empleándose con una dureza de lo más infernal. Fue ayudado en su diabólica malicia por Catofonio, gobernador de Egipto; Sebastián, general de las fuerzas egipcias; Faustino, el tesorero, y Heraclio, un oficial romano.
Las persecuciones se endurecieron de tal forma que el clero fue empujado fuera de Alejandría, sus iglesias fueron cerradas, y las crueldades practicadas por los herejes arrianos fueron tan grandes como las que habían sido practicadas por los idólatras paganos. Si alguien acusado de ser cristiano se daba a la fuga, toda su familia era muerta, y sus bienes confiscados.
Persecución bajo Julián el Apóstata
Este emperador era hijo de Julio Constancio, y sobrino de Constantino el Grande. Estudió las bases de la gramática bajo la inspección de Mardonio, un eunuco pagano de Constantinopla. Su padre le envió algún tiempo después a Nicomedia, para que fuera instruido en la religión cristiana por el obispo Eusebio, su pariente, pero sus principios estaban corrompidos por las perniciosas enseñanzas de Ecebolio el retórico, y del mago Máximo.
Al morir Constantino en el año 361, Julián le sucedió, y tan pronto llegó a la dignidad imperial renunció al cristianismo y abrazó el paganismo, que durante algunos años había caído en general desfavor. Aunque restauró el culto idólatra, no emitió ningún edicto público contra el cristianismo. Llamó de nuevo a todos los paganos desterrados, permitió el libre ejercicio de la religión a todas las sectas, pero privó a todos los cristianos de cargos en la corte, en la magistratura o en el ejército. Era casto, templado, vigilante, laborioso y piadoso; pero prohibió a todos los cristianos mantener escuelas o seminarios públicos de enseñanza, privando a todo el clero cristiano de los privilegios que les había concedido Constantino el Grande.
El obispo Basilio se hizo famoso al principio por su oposición al arrianismo, lo que atrajo sobre él la venganza del obispo arriano de Constantinopla. De la misma manera se opuso al paganismo. En vano los agentes del emperador trataron de influir sobre Basilio mediante promesas, amenazas y potros; se mantuvo firme en la fe, y fue dejado en la cárcel para que padeciera otros sufrimientos cuando el emperador llegó accidentalmente a Ancyra. Julián decidió interrogarle él mismo, y cuando aquel santo varón fue hecho comparecer ante él, hizo todo lo posible para disuadirle de que perseverara en la fe. Basilio, sin embargo, no sólo se mantuvo tan firme como siempre, sino que con espíritu profético predijo la muerte del emperador, y que sería atormentado en la otra vida. Encolerizado por lo que había oído, Julián ordenó que el cuerpo de Basilio fuera desgarrado cada día en siete diferentes partes, hasta que su piel y carne quedaran totalmente destrozados. Esta inhumana sentencia fue ejecutada con rigor, y el mártir expiró bajo su dureza el 28 de junio del 362 d.C.
Donato, obispo de Arezzo, e Hilarino, un eremita, sufrieron alrededor del mismo tiempo; asimismo Gordiano, un magistrado romano. Artemio, comandante en jefe de las fuerzas romanas en Egipto, fue privado de su mando por ser cristiano, luego le fueron confiscados los bienes, y finalmente fue decapitado.
Esta persecución persistió de manera terrible durante el final del año 363; sin embargo, debido a que muchos detalles no nos han sido transmitidos, será necesario señalar en general que en Palestina muchos fueron quemados vivos, otros fueron arrastrados por los pies por las calles, desnudos, hasta expirar, algunos fueron hervidos hasta morir; muchos apedreados, y grandes números de ellos apaleados en la cabeza con garrotes hasta derramarles los sesos. En Alejandría fueron innumerables los mártires que sufrieron por la espada, el fuego, la crucifixión y la lapidación. En Arethusa, varios fueron destripados, y, poniendo maíz en sus vientres, fueron entregados a los cerdos, los cuales, al devorar el grano, también devoraban las entrañas de los mártires; en Tracia, Emiliano fue quemado en la hoguera, y Domicio asesinado en una cueva, a la que había huido para ocultarse.
El emperador, Julián el apóstata, murió de una herida recibida en su expedición contra Persia, en el 363 d.C., y mientras expiraba lanzó las más horrendas blasfemias. Fue sucedido por Joviano, que restauró la paz de la Iglesia.
Después de la muerte de Joviano, Valentiniano sucedió en el imperio, asociándose a Valente, que tenía el mando de oriente, y que era arriano, y con una disposición implacable y perseguidora.
La persecución de los cristianos por los godos y los vándalos
Habiendo muchos godos escitas abrazado el cristianismo para la época de Constantino el Grande, la luz del Evangelio se extendió de manera considerable en Escitia, aunque los dos reyes que gobernaban aquel país, así como la mayoría del pueblo, seguían siendo paganos. Fritegem, rey de los visigodos, era aliado de los romanos, pero Atanarico, rey de los ostrogodos, estaba en guerra contra ellos. Los cristianos vivían sin molestias en el reino del primero, pero el segundo, que había sido vencido por los romanos, lanzó su venganza contra sus súbditos crístianos, comenzando sus demandas paganas en el año 370.
Los godos eran de religión arriana, y se llamaban cristianos; por ello, destruyeron todas las estatuas y templos de los dioses paganos, pero no hicieron daño a las iglesias cristianas ortodoxas. Alarico tenía todas las cualidades de un gran general. A la desenfrenada temeridad de los bárbaros godos añadía el valor y la destreza del soldado romano. Condujo sus fuerzas a Italia atravesando los Alpes, y aunque fue rechazado durante un tiempo, volvió después con una fuerza irresistible.
El último «Triunfo» romano
Después de esta afortunada victoria sobre los godos, se celebró un «triunfo», como se llamaba, en Roma. Durante cientos de años se había concedido este gran honor a los generales victoriosos al volver de una campaña victoriosa. En tales ocasiones la ciudad era dada durante días a la marcha de tropas cargadas de botín, y que arrastraban tras sí a prisioneros de guerra, entre los que a menudo había reyes cautivos y generales vencidos. Este iba a ser el último triunfo romano, porque celebraba la última victoria romana. Aunque había sido ganada por Stilicho, el general, fue el emperador niño Honorio quien se arrogó el triunfo, entrando en Roma en el carro de la victoria, y conduciendo hasta el Capitolio entre el clamor del populacho. Después, como se solía en tales ocasiones, hubo combates sangrientos en el Coliseo, donde gladiadores, armados con espadas y lanzas, luchaban tan furiosamente como si estuvieran en el campo de batalla.
La primera parte del sangriento espectáculo había terminado; los cuerpos de los muertos habían sido arrastrados fuera con garfios, y la arena enrojecida había sido cubierta con una capa nueva, limpia. Después de esto, se abrieron los portones en la pared de la arena, y salieron un número de hombres altos, apuestos, en la flor de su juventud y fuerza. Algunos llevaban espadas, otros tridentes y redes. Dieron una vuelta alrededor de la pared, y, deteniéndose delante del emperador, levantaron sus armas extendiendo el brazo, y con una sola voz lanzaron su saludo: ¡Ave, Caesar, morituri te salutant! «¡Ave, César, los que van a morir te saludan! »
Se reemprendieron los combates; los gladiadores con redes trataban de atrapar a los que tenían espadas, y cuando ello sucedía daban muerte, implacables, a sus antagonistas con el tridente. Cuando un gladiador había herido a su adversaro, y lo tenía yaciente impotente a sus pies, miraba a los anhelantes rostros de los espectadores y gritaba: Hoc habet! «¡Lo tiene!», y esperaba el capricho de los espectadores para matar o dejar con vida.
Si los espectadores le extendían la mano con el pulgar para arriba, el vencido era sacado de allí, para que se recuperara, si era posible, de sus heridas. Pero si se daba la fatal señal de «pulgar abajo» el vencido debía ser muerto; y si éste mostraba mala disposición a presentar su cuello para el golpe de gracia, se gritaba con escarnio desde las galerías: Recipe ferrum! « ¡Recibe el hierro! » Personas privilegiadas de entre la audiencia incluso descendían a la arena, para poder contemplar mejor los estertores de alguna víctima inusualmente valiente, antes de que su cuerpo fuera arrastrado hacia la puerta de los muertos.
El espectáculo proseguía. Muchos habían sido muertos, y el populacho, excitado hasta lo sumo por el valor desesperado de los que seguían luchando, gritaban sus vítores. Pero de repente hubo una interrupción. Una figura vestida rudamente apareció por un momento entre la audiencia, y luego saltó atrevidamente a la arena. Se vio que era un hombre de aspecto rudo pero impresionante, con la cabeza descubierta y con el rostro tostado por el sol. Sin dudarlo un momento, se dirigió a dos gladiadores enzarzados en una lucha de vida o muerte, y poniendo las manos encima de uno de ellos lo reprendió duramente por derramar sangre inocente, y luego, volviéndose hacia los miles de rostros airados que le miraban, se dirigió a ellos con una voz solemne y grave que resonó a través del profundo recinto. Estas fueron sus palabras: «¡No correspondáis la misericordia de Dios al alejar de vosotros las espadas de vuestros enemigos asesinándolos unos a otros!»
Unos enfurecidos clamores y gritos pronto ahogaron su voz: «¡Éste no es un sitio para prediicar!--las antiguas costumbres de Roma deben ser observadas!-¡Adelante, gladiadores!» Echando al extraño a un lado, los gladiadores se habrían atacado otra vez, pero el hombre se mantuvo en medio, apartándolos, y tratando en vano de hacerse oír. Entonces el clamor se transformó en «¡Sedición! ¡Sedición! ¡Abajo con él!»; y los gladiadores, enfurecidos ante la interferencia de un extrafio, lo traspasaron matándolo en el acto. También le cayeron encima de parte del furioso público piedras o todos los objetos arrojadizos que hubiera a mano, y así murió en medio de la arena.
Su hábito mostraba que era uno de los eremitas que se entregaban a una vida santa de oración y abnegación, y que eran reverenciados incluso por los irreflexivos romanos tan amantes de los combates. Los pocos que le conocían dijeron cómo había venido de los desiertos de Asia en peregrinación, para visitar las iglesias y guardar la Navidad en Roma; sabían que era un hombre santo, y que su nombre era Telémaco ---nada más. Su espíritu se había movido ante el espectáculo de los miles que se congregaban para ver cómo unos hombres se mataban entre sí, y en su celo sencillo había tratado de convencerlos de la crueldad y maldad de su conducta. Murió, pero no en vano. Su obra quedó cumplida en el momento en que fue abatido, porque el choque de tal muerte delante de sus ojos movió los corazones de la gente: vieron el aspecto repugnante del vicio favorito al que se habían entregado; y desde el día en que Telémaco cayó muerto en el Coliseo jamás volvió a celebrarse allí ningún combate de gladiadores.
Persecuciones desde alrededor de mediados del siglo quinto hasta el final del siglo séptimo
Proterio fue constituido sacerdote por Cirilo, obispo de Alejandría, que estaba bien familiarizado con sus virtudes antes de designarlo para predicar. A la muerte de Cirilo, la sede de Alejandría estaba ocupada por Díscoro, un inveterado enemigo de la memoria y familia de su predecesor. Condenado por el concilio de Calcedonia por haber abrazado los errores de Eutico, fue depuesto, y Proterio fue escogido para llenar la sede vacante, con la aprobación del emperador. Esto ocasionó una peligrosa insurrección, porque la ciudad de Alejandría estaba dividida en dos facciones; una que defendía la causa del anterior prelado, la otra, la del nuevo. En uno de los motines, los eutiquianos decidieron lanzar su venganza contra Proterio, que huyó a la iglesia buscando refugio; pero en el Viernes Santo del 457 d.C., una gran multitud de ellos se precipitaron dentro de la iglesia, y asesinaron bárbaramente al prelado, arrastrando luego el cuerpo por las calles, arrojándole insultos, quemándolo, y esparciendo las cenizas por el aire.
Hermenegildo, un príncipe godo, fue el hijo mayor de Leovigildo, rey de los godos, en España. Este príncipe, que era originalmente arriano, fue convertido a la fe ortodoxa por medio de su esposa Ingonda. Cuando el rey supo que su hijo había cambiado su posición religiosa, le privó de su puesto en Sevilla, donde era gobernador, y amenazó con matarlo si no renunciaba a la fe que había abrazado. El príncipe, para impedir que su padre cumpliera sus amenazas, comenzó a adoptar una posición defensiva; y muchos de los de persuasión ortodoxa en España se declararon en su favor. El rey, exasperado ante este acto de rebeldía, comenzó a castigar a todos los cristianos ortodoxos que sus tropas podían apresar, y así se desencadenó una persecución muy severa. Él mismo emprendió la marcha contra su hijo, a la cabeza de un ejército muy poderoso. El príncipe se refugió en Sevilla, de la que huyó luego, y fue finalmente asediado y apresado en Asieta. Cargado de cadenas, fue enviado a Sevilla, y al rehusar en la fiesta de la Pascua recibir la Eucaristía de manos de un obispo arriano, el encolerizado rey ordenó a sus guardas que despedazaran al príncipe, lo que cumplieron a rajatabla, el 13 de abril del 586 d.C.
Martín, obispo de Roma, nació en Todi, Italia. Tenía una natural inclinación hacia la virtud, y sus padres le procuraron una educación admirable. Se opuso a los herejes llamados monotelitas, que eran protegidos por el emperador Heraclio. Martín fue condenado en Constanúnopla, donde se vio expuesto en los lugares más públicos a la mofa del pueblo, siéndole arrancadas todas las marcas de distinción episcopal, y tratado con el mayor escamio y severidad. Después de yacer algunos meses en la cárcel, Martín fue enviado a una isla a cierta distancia, y allí despedazado, el 655 d.C.
Juan, obispo de Bérgamo, en Lombardía, era un hombre erudito, y un buen cristiano. Ejerció todos los esfuerzos posibles par limpiar la Iglesia de los errores del arrianismo, y uniéndose en esta santa obra con Juan, obispo de Milán, tuvo gran éxito contra los herejes, por causa de lo cual fue asesinado el 11 de julio del 683 d.C.
Killien nació en Irlanda, y recibió de sus padres una educación piadosa y cristiana. Obtuvo la licencia del romano pontífice para predicar a los paganos en Franconia, en Alemania. En Wurtburg convirtió al gobernador, Gozberto, cuyo ejemplo siguieron la mayor parte del pueblo durante los dos años siguientes. Persuadiendo a Gozberto que su matrimonio con la viuda de su hermano era pecaminoso, esta hizo que le decapitaran, en el año 689 d,C.
Persecuciones desde la primera parte del siglo octavo hasta cerca del final del siglo décimo
Bonifacio, arzobispo de Mentz y padre de la iglesia de Alemania, era inglés, y en la historia eclesiástica es considerado como uno de los más hermosos ornamentos de esta nación. Originalmente su nombre era Winfred, o Winfrith, y nació en Kirton, en Devonshire, que entonces formaba parte del reino Sajón Occidental. Cuando tenía sólo seis años comenzó a exhibir una propensión a la reflexión, y parecía solícito por conseguir infonnación acerca de cuestiones religiosas. El abad Wolfrad, descubriendo que poseía una aguda inteligencia, así como una intensa inclinación al estudio, lo hizo ir a Nutscelle, un seminario de estudios en la diócesis de Winchester, donde tendría mucha mayor oportunidad de avanzar que en Exeter.
Después de una debida observación, el abad lo vio calificado para el sacerdocio, y le obligó a recibir este sagrado orden cuando tenía alrededor de treinta años. Desde aquel tiempo comenzó a predicar y a laborar por la salvación de sus semejantes; fue liberado para asistir a un sínodo de obispos en el mino Sajón Occidental. Posteriormente, en el año 719, fue a Roma, donde Gregorio II, que entonces ocupaba la cátedra de Pedro, lo recibió con grandes muestras de amistad, y encontrándolo lleno de todas las virtudes que componen el carácter de un misionero apostólico, lo despidió sin ninguna comisión concreta, con libertad de predicar el Evangelio a los paganos allí donde los hallara. Pasando a través de Lombardía y Baviera, llegó a Turingia, país que había ya recibido la luz del Evangelio, y luego visitó Utrecht, dirigiéndose luego a Sajonia, donde convirtió a varios miles al cristianismo.
Durante el ministerio de este manso prelado, Pipino fue proclamado rey de Francia. Era ambición de este príncipe ser coronado por el más santo prelado que pudiera hallarse, y Bonifacio fue llamado para llevar a cabo esta ceremonia, lo que hizo en Soissons en el año 752. Al año siguiente, su avanzada edad y sus muchas enfermedades gravitaron sobre él con tanta pesadez que, con el consentimiento del nuevo rey y de los obispos de su diócesis, consagró a Lullus, su compatriota y fiel discípulo, y lo puso en la sede de Mentz. Cuando se hubo liberado de esta manera de su carga, recomendó el cuidado de la iglesia de Mentz al cuidado del nuevo obispo en términos muy enérgicos, expresando el deseo de que la iglesia en FuId fuera terminada, y que se cuidaran de que lo sepultaran allí, porque su fin se avecinaba. Habiendo dejado estas órdenes, emprendió viaje en barca por el Rhin, y se dirigió a Frisia, donde convirtió y bautizó varios miles de nativos bárbaros, demolió los templos, y levantó iglesias sobre las ruinas de aquellas supersticiosas estructuras. Habiéndose designado un día para la confirmación de un gran número de convertidos, ordenó que se reunieran en un llano recién abierto, cerca del río Bourde. Allí se dirigió él el día antes, y levantando una tienda, decidió quedarse en aquel lugar toda la noche, para estar listo temprano a la mañana siguiente. Algunos paganos, inveterados enemigos suyos, al enterarse de ello, se lanzaron contra él y sus compañeros de misión por la noche, dándole muerte a él y a cincuenta y dos de sus compañeros y ayudantes el 5 de junio del 755. Así cayó el gran padre de la Iglesia Alemana, la honra de Inglaterra, y la gloria de la edad en que vivió.
En el año 845, cuarenta y dos personas de Armoria en la Alta Frigia fueron martirizadas por los sarracenos, y las circunstancias de este suceso fueron como sigue:
En el reinado de Teófilo, los sarracenos devastaron muchas zonas del imperio oriental, logrando considerables victorias sobre los cristianos, tomaron la ciudad de Armoria, y un número de personas sufrieron martirio.
Flora y María, dos distinguidas damas, sufrieron martirio al mismo tiempo.
Perfecto era natural de Córdoba, en España, y fue criado en la fe cristiana. Teniendo un genio vivo, se hizo maestro de toda la literatura útil y amena de aquella época; y al mismo tiempo no era tan célebre por sus capacidades como admirado por su piedad. Al final tomó órdenes sacerdotales, y ejecutó los deberes de su oficio con gran asiduidad y exactitud. Al declarar en público que Mahoma era un impostor, fue sentenciado a ser decapitado, y fue ejecutado el 850 d.C.; después de ello su cuerpo fue honrosarnente enterrado por los cristianos.
Adalberto, obispo de Praga, natural de Bohemia, después de haberse visto envuelto en muchas penalidades, comenzó a dirigir sus pensamientos a la conversión de los infieles, para cuyo fin se dirigió a Dantzig, donde convirtió y bautizó a muchos; esto enfureció tanto a los sacerdotes paganos, que se lanzaron contra él y le dieron muerte con dardos; esto sucedió el 23 de abril del 997 d.C.
Persecuciones en el Siglo Undécimo
Alfago, arzobispo de Canterbury, descendía de una familia de alcurnia en Gloucestershire, y recibió una educación correspondiente a su ilustre nacimiento. Sus padres eran dignos cristianos, y Alfago pareció heredar sus virtudes.
Al quedar vacante la sede de Winchester por la muerte de Ethe1wold, Dunstan, el arzobispo de Canterbury, y primado de toda Inglaterra, consagró a Alfago para el obispado vacante, para general satisfacción de todos los pertenecientes a la diócesis.
Dunstan tenía una veneración extraordinaria por Alfago, y, cuando estaba para morir, hizo una ferviente oración a Dios para que él pudiera sucederle en la sede de Canterbury; y esto así sucedió, aunque no hasta dieciocho años después de la muerte de Dunstan en 1006.
Después que Alfago hubiera regido la sede de Canterbury durante unos cuatro años, con gran crédito para sí y beneficio para el pueblo, los daneses lanzaron una incursión en Inglaterra, y pusieron sitio a Canterbury. Al saberse los propósitos de ataque contra esta ciudad, muchas de las personas principales huyeron de ella, e intentaron persuadir a Alfago para que hiciera lo mismo. Pero él, como buen pastor, no quiso dar oídos a tal propuesta. Mientras se dedicaba a ayudar y a alentar al pueblo, Canterbury fue tomada al asalto; el enemigo se precipitó dentro de la ciudad, destruyendo a todos los que encontraban, por el fuego y por la espada. Entonces tuvo la valentía de dirigirse al enemigo, y ofrecerse a ellos como más digno de su ira que el pueblo: les rogaba que perdonaran al pueblo, y que descargaran toda su furia sobre él. Entonces lo tomaron, ataron sus manos, lo insultaron y escarnecieron brutal y bárbaramente, y lo obligaron a quedarse presente hasta que quemaron su iglesia y dieron muerte a los monjes. Luego diezmaron a todos los habitantes, tanto clérigos como laicos, dejando sólo una décima parte de las personas con vida; dieron muerte así a 7236 personas, dejando sólo a cuatro monjes y 800 laicos vivos, tras lo cual encerraron al arzobispo en una mazmorra, donde le tuvieron bajo estrecha guardia durante varios meses.
Durante este encierro le propusieron ganar su libertad mediante un rescate de 3000 libras, y que persuadiera al rey que comprara la salida de ellos del reino por una suma adicional de 10.000 libras. Como las circunstancias de Alfago no le permitían satisfacer una exigencia tan desorbitada, lo ataron y le aplicaron atroces tormentos, para obligarle a revelar el tesoro de la iglesia; le aseguraron que si lo hacía le darían su vida y libertad. Pero el prelado persistió piadosamente en rehusar dar a los paganos ninguna información acerca de ello. Lo volvieron a mandar a la mazmorra, lo confinaron otros seis días, y luego, llevándolo preso con ellos a Greeriwich, lo sometieron allí a juicio. Siguió él inflexible con respecto al tesoro de la iglesia, exhortándoles en cambio a que abandonaran su idolatría y a que abrazaran el cristianismo. Esto enfureció de tal modo a los daneses que los soldados lo sacaron del campamento, golpeándolo implacablemente. Uno de los soldados, que había sido convertido por él, sabiendo que sus dolores se prolongarían mucho tiempo, por cuanto su muerte estaba decidida, actuó con una especie de bárbara compasión, cortándole la cabeza, y poniendo así punto final a su martirio, el 19 de abril del 1012 d.C. Esto aconteció en el mismo lugar en que se levanta ahora la iglesia de Greenwich, dedicada a él. Después de su muerte, su cuerpo fue echado al Támesis, pero, hallado al día siguiente, fue enterrado en la catedral de San Pablo por los obispos de Londres y Lincoln; desde allí Ethelmoth lo llevó, en el año 1023, a Canterbury, que era obispo de esta provincia.
Gerardo, veneciano, se dedicó al servicio de Dios desde su más tierna infancia; entró en una casa religiosa por un cierto tiempo, y luego decidió peregrinar a Tierra Santa. Pasando a Hungría, conoció a Esteban, el rey de aquel país, que le hizo obispo de Chonad.
Al ser depuestos Ouvo y Pedro, sucesores de Esteban, Andrés, hijo de Ladislao, primo hermano de Esteban, recibió la promesa de que le sería dada la corona, bajo la condición de que emplearía su autoridad para extirpar de Hungría la religión cristiana. El ambicioso príncipe aceptó la propuesta, pero al ser Gerardo informado de este impío cambalache, consideró su deber protestar contra la enormidad del crimen de Andrés, y persuadirle a retirar la promesa. Con este fin, emprendió visitar al rey, acompañado por tres prelados, llenos de celo por la religión. El nuevo rey estaba en Alba Regalis, pero cuando los cuatro obispos iban a cruzar el Danubio, fueron detenidos por una partida de soldados destacados allí. Soportaron pacientes un ataque con piedras, y luego los soldados los apalearon sin misericordia, y al final les dieron muerte a lanzadas. Sus martirios acontecieron en el año 1045.
Estanislao, obispo de Cracovia, descendía de una ilustre familia polaca. La piedad de sus padres era igual a su opulencia, y ésta la sometían a todos los propósitos de la caridad y benevolencia. Estanislao estuvo un cierto tiempo indeciso acerca de si debía abrazar la vida monástica, o si debía dedicarse a la clerecía secular. Finalmente quedó persuadido de esto último por Lambert Zula, obispo de Cracovia, que le dio órdenes sagradas, y lo hizo canónigo de su catedraL Lamberto murió el 25 de noviembre del 1071, cuando todos los interesados en la elección de un sucesor se declararon por Estanislao, y éste sucedió a la prelatura.
Bolislao, el segundo rey de Polorúa, tenía de natural muchas buenas cualidades, pero dando rienda suelta a sus pasiones, cometió muchas atrocidades, y al final mereció el apelativo de el Cruel. Sólo Estanislao tuvo la oportunidad de confrontarlo con sus faltas cuando, aprovechando una oportunidad en privado, le expresó abiertamente la enormidad de sus crímenes. El rey, sumamente exasperado ante sus repetidas libertades, decidió al final terminar con un prelado tan fiel. Enterándose un día que el obispo estaba a solas, en la capilla de San Miguel, a poca distancia de la ciudad, envió a algunos soldados para asesinarlo. Los soldados emprendieron de buena gana la sanguinaria tarea; pero, al llegar a la presencia de Estanislao, el venerable aspecto del prelado los amedrentó de tal manera que no pudieron llevar a cabo lo prometido. Al volver ellos y saber el rey que no habían obedecido sus órdenes, se lanzó violentamente sobre ellos, arrebató una daga de uno de ellos, y se dirigió furioso a la capilla, donde, hallando a Estanislao ante el altar, le hundió el arma en el corazón. El prelado murió instantáneamente; esto sucedió el 8 de mayo del 1079 d.C.