Por ello, designó a un numero de inquisidores, o personas que debían inquirir, prender y castigar a los herejes, tal como los papistas llamaban a los reformados.
Encabezando estos inquisidores estaba un cierto Domingo, que había sido canonizado por el Papa a fin de hacer su autoridad tanto más respetable. Domingo y los varios inquisidores se extendieron por los varios países católico romanos tratando a los protestantes con la mayor dureza. Finalmente, el Papa, no encontrando a estos inquisidores itinerantes tan útiles como había imaginado, resolvió establecer unos tribunales fijos y regulares de la Inquisición. El primero de estos tribunales regulares se estableció en la ciudad de Toulouse, y Domingo fue nombrado primer inquisidor regular, así como había sido el primer inquisidor itinerante.
Luego se establecieron tribunales de la Inquisición por varios países, pero fue la Inquisición Española la que adquirió mayor poder, y la que era más temida. Hasta los mismos reyes de España, aunque arbitrarios en todos los demás respectos, aprendieron a temer el poder de los señores de la Inquisición; y las horrendas crueldades que estos ejercían obligaron a multitudes, que diferían en sus opiniones de los católico-romanos, a disimular sus sentimientos.
En el 1244, su poder aumentó más gracias al emperador Federico II, que se declaró amigo y protector de todos los inquisidores, y que publicó estos crueles edictos: 1) Que todos los herejes que persistieran en su obstinación fueran quemados. 2) Que todos los herejes que se arrepintieran fueran encarcelados de por vida.
Este celo del emperador en favor de los inquisidores católico-romanos surgió por causa de una historia que se había propalado por toda Europa, de que tenía la intención de renunciar al cristianismo y hacerse mahometano; por ello, el emperador intentó, por medio de un fanatismo extremado, contradecir la patraña y mostrar mediante su crueldad su adhesión al papado.
Los oficiales dc la Inquisición son tres inquisidores, o jueces, un fiscal, dos secretarios, un magistrado, un mensajero, un receptor, un carcelero, un agente dc posesiones confiscadas; varios asesores, consejeros, verdugos, médicos, cirujanos, porteros, familiares y visitantes, que están juramentados para guardar el secreto.
La principal acusación en contra de los que están sujetos a este tribunal es la herejía, que se compone de todo lo que se habla, o escribe, en contra de los artículos del credo o de las tradiciones de la Iglesia de Roma. La Inquisición, asimismo, investiga a todos los acusados de ser magos, y de los que leen la Biblia en lengua común, el Talmud de los judíos, o el Corán de los mahometanos.
En todas las ocasiones los inquisidores llevan a cabo sus procesos con la más cruel severidad, castigando a los que les ofenden con una crueldad sin parangón. Pocas veces se mostrará misericordia para un protestante, y un judío que se convierta al cristianismo está lejos de estar seguro.
En la Inquisición una defensa vale de bien poco para un preso, porque una mera sospecha es considerada como suficiente causa de condena, y cuanto mayor sea su riqueza, tanto mayor su peligro. La principal parte de las crueldades de los inquisidores se debe a su rapacidad; destruyen las vidas para poseer las riquezas, y, bajo la pretensión de celo por la religión saquean a las personas que odian.
A un preso de la Inquisición nunca se le permite ver el rostro de su acusador, ni de los testigos en su contra, sino que se toman todos los métodos de amenazas y torturas para obligarle a acusarse a sí mismo, y por este medio que corrobore sus evidencias. Si no se asiente plenamente a la jurisdicción de la Inquisición, se proclama venganza contra todos aquellos que la pongan en duda, si se hace resistencia a ninguno de sus oficiales; todos los que se oponen a ellos sufrirán con una certeza casi total por tal temeridad; la máxima de la Inquisición es infundir terror y pavor a los que tiene bajo su poder, para llevarlos a obedecer. La alta cuna, la alcurnia o los empleos eminentes no constituyen protección frente a sus rigores; y los más humildes oficiales de la Inquisición pueden hacer temblar a los más altos dignatarios.
Cuando la persona acusada es condenada, es o bien duramente azotada, violentamente torturada, enviada a galeras, o condenada a muerte; y en todo caso le son confiscados sus bienes. Después del juicio, se lleva a cabo una procesión que se dirige al lugar de la ejecución, ceremonia que se llama un auto da fe, o auto de fe.
Lo que sigue es un relato de un auto da fe llevado a cabo en Madrid en el año 1682.
Tuvo lugar el treinta de mayo. Los oficiales de la Inquisición, precedidos por trompetas, timbales y su bandera, desfilaron a caballo hasta el lugar de la plaza mayor, donde hicieron la proclamación de que el treinta de junio se ejecutaría la sentencia contra los presos.
De estos presos, iban a ser quemados veinte hombres y mujeres, y un mahometano renegado; cincuenta judíos, hombres y mujeres, que nunca antes habían sido encarcelados, y arrepentidos de sus crímenes, fueron sentenciados a un largo confinamiento, y a llevar una coroza amarilla. Toda la corte de España estaba presente en esta ocasión. El gran trono del inquisidor fue situado en una especie de estrado muy por encima de él del rey.
Entre los que iban a ser quemados se encontraba una joven judía de exquisita hermosura, de sólo diecisiete años. Encontrándose al mismo lado del cadalso en que estaba la reina, se dirigió a ella con la esperanza de conseguir el perdón, con las siguientes patéticas palabras: «Gran reina: ¿no me será vuestra regia presencia de algún servicio en mi desgraciada condición? Tened compasión de mi juventud, y ¡ah, considerad que estoy a punto de morir por una religión en la que he sido enseñada desde mi más tierna infancia!» Su majestad parecía compadecerse mucho de su angustia, pero apartó su mirada, porque no se atrevía a decir una palabra en favor de una persona que había sido declarada hereje.
Ahora comenzó la Misa, en medio de la cual el sacerdote acudió desde el altar, se puso cerca del cadalso, y se sentó en una silla dispuesta para él.
Entonces el gran inquisidor descendió desde el anfiteatro, vestido con su capa, y con una mitra en la cabeza. Después de inclinarse ante el altar, se dirigió hacia el palco del rey, y subió a él, asistido por algunos de sus oficiales, llevando una cruz y los Evangelios, con un libro conteniendo el juramento mediante el que los reyes de España se obligan a proteger la fe católica, a extirpar a los herejes, y a sustentar con todo su poder las actuaciones y los decretos de la Inquisición; un juramento semejante fue tomado de los consejeros y de toda la asamblea. La Misa comenzó a las doce del mediodía, y no acabó hasta las nueve de la noche, alargada por una proclamación de las sentencias de varios criminales, que habían ya sido pronunciadas por separado en voz alta, una tras otra.
Después de esto siguió la quema de los veintiún hombres y mujeres, cuyo valor en esta horrenda muerte fue verdaderamente asombroso. El rey, por su situación cerca de los condenados, pudo oír muy bien sus estertores mientras morían; sin embargo no pudo ausentarse de esta terrible escena, por cuanto era considerado un deber religioso, y por cuanto su juramento de coronación le obligaba a dar sanción, por su presencia, a todos los actos del tribunal.
Lo que ya hemos dicho se puede aplicar a las inquisiciones en general, así como a la de España en particular. La Inquisición de Portugal actúa bajo exactamente el mismo plan que la de España, habiendo sido instituida en una época muy semejante, y puesta bajo las mismas normas. Los inquisidores permiten que se emplee la tortura sólo tres veces, pero en estas tres ocasiones es infligida de manera tan severa, que el preso o bien muere bajo ella, o bien queda para siempre impedido, y sufre los más severos dolores en cada cambio de tiempo. Daremos una amplia descripción de los severos tormentos ocasionados por la tortura, en base del relato de uno que la sufrió las tres veces, pero que felizmente sobrevivió a las crueldades sufridas.
En la primera tortura, entraron seis verdugos, lo desnudaron dejándolo en calzones, y lo pusieron sobre su espalda en una especie de tarima elevada unos pocos pies sobre el suelo. La operación comenzó poniendo alrededor de su cuello una anilla de hierro, y otras anillas en cada pie, lo que le fijó a la tarima. Estando así estirados sus miembros, ataron dos cuerdas alrededor de cada muslo, que pasando bajo la tarima por medio de agujeros para este propósito, fueron tensadas al mismo tiempo, por cuatro de los hombres, al darse una señal.
Es fácil concebir que los dolores que le sobrevinieron de inmediato eran intolerables; las cuerdas, de pequeño grosor, cortaron a través de la carne del preso hasta el hueso, haciendo que le brotara la sangre en ocho lugares distintos así ligados a la vez. Al persistir el preso en no confesar lo que le demandaban los inquisidores, las cuerdas fueron tensadas de esta manera cuatro veces sucesivas.
La manera de infligir la segunda tortura fue como sigue: le forzaron los brazos para atrás de manera que las palmas de las manos estuvieran giradas hacia fuera detrás de él; entonces, por medio de una cuerda que las ataba por la muñeca, y que era jalada por un torno, las acercaban gradualmente entre sí de manera que se tocaran los dorsos de las manos y estuvieran paralelas. Como consecuencia de esta violenta contorsión, sus dos hombros quedaron dislocados, y arrojó una cantidad considerable de sangre por la boca. Esta tortura se repitió tres veces, después de la cual fue de nuevo llevado a su mazmorra, donde el cirujano le puso bien los huesos dislocados.
Dos meses después de la segunda tortura, el preso, ya algo recuperado, fue de nuevo llevado a la cámara de torturas, y allí, por última vez, tuvo que sufrir otro tipo de tormento, que le fue infligido dos veces sin interrupción alguna. Los verdugos pusieron una gruesa cadena de hierro alrededor de su cuerpo, que, cruzando por el pecho, terminaba en las muñecas. Luego lo colocaron con la espalda contra una tabla gruesa, en cada uno de cuyos extremos había una polea, a través de la que corría una cuerda que estaba atada al final de la cadena en sus muñecas. Entonces el verdugo, extendiendo la cuerda por medio de un torno que estaba a cierta distancia detrás de él, presionaba o aplastaba su estómago en proporción a la tensión que daba a los extremos de las cadenas. Le torturaron de tal modo que dislocaron totalmente sus muñecas y sus hombros. Pronto fueron vueltos a poner en su sitio por el cirujano. Pero aquellos desalmados, no satisfechos aún con esta crueldad, le hicieron de inmediato sufrir este tormento por segunda vez, lo que soportó (aunque fue, si ello fuera posible, mas doloroso todavía), con la misma entereza y resolución. Después fue de nuevo mandado a la mazmorra, asistido por el cirujano para que sanara sus heridas y ajustar los huesos dislocados, y allí se quedó hasta su auto da fe o liberación de la cárcel, cuando fue liberado, impedido y enfermo de por vida.
Narración del cruel trato y de la quema de Nicholas Burton, un mercader inglés, en España.
El cinco de noviembre de alrededor del año 1560 de nuestro Señor, el señor Nicholas Burton, ciudadano de Londres y mercader, que vivía en la parroquia de San Bartolomé el menor de manera pacífica y apacible, llevando a cabo su actividad comercial, y hallándose en la ciudad de Cádiz, en Andalucía, España, acudió a su casa un Judas, o, como ellos los llaman, un familiar de los padres de la Inquisición; éste, pidiendo por el dicho Nicholas Burton, fingió tener una carta que darle a la mano, y por este medio pudo hablar con él personalmente. No teniendo carta alguna que darle, le dijo el dicho familiar, por el ingenio que le había dado su amo el diablo, que tomara carga para Londres en los barcos que el dicho Nicholas hubiera fletado para su carga, si quería dejarle alguno; esto era en parte para saber dónde cargaba sus mercancías, y principalmente para retrasarlo hasta que llegara el sargento de la Inquisición para prender a Nicholas Burton, lo que se hizo finalmente.
El, sabiendo que no le podían acusar de haber escrito, hablado o hecho cosa alguna en aquel país contra las leyes eclesiásticas o temporales del reino, les preguntó abiertamente de qué le acusaban que lo arrestaran así, y les dijo que lo hicieran, que él respondería a tal acusación. Pero ellos nada le respondieron, sino que le ordenaron, con amenazas, que se callara y que no les dijera una sola palabra a ellos.
Así lo llevaron a la inmunda cárcel común de Cádiz, donde quedó encadenado durante catorce días entre ladrones.
Durante todo este tiempo instruyó de tal manera a los pobres presos en la Palabra de Dios, en conformidad al buen talento que Dios le había otorgado a este respecto, y también en cl conocimiento de la lengua castellana, que en aquel breve tiempo consiguió que varios de aquellos supersticiosos e ignorantes españoles abrazaran la Palabra de Dios y rechazaran sus tradiciones papistas.
Cuando los oficiales de la Inquisición supieron esto, lo llevaron cargado de cadenas desde allí a una ciudad llamada Sevilla, a una cárcel más cruel y apiñada llamada Triana, en la que los dichos padres de la Inquisición procedieron contra él en secreto en base de su usual cruel tiranía, de modo que nunca se le permitió ya ni escribir ni hablar a nadie de su nación; de modo que se desconoce hasta el día de hoy quién fue su acusador.
Después, el día veinte de diciembre, llevaron a Nicholas Burton, con un gran número de otros presos, por profesar la verdadera religión cristiana, a la ciudad de Sevilla, a un lugar donde los dichos inquisidores se sentaron en un tribunal que ellos llaman auto. Lo hablan vestido con un sanbenito, una especie de túnica en la que habla en diversos lugares pintada la imagen de un gran demonio atormentando un alma en una llama de fuego, y en su cabeza le hablan puesto una coroza con el mismo motivo.
Le hablan puesto un aparato en la boca que le forzaba la lengua fuera, aprisionándola, para que no pudiera dirigir la palabra a nadie para expresar ni su fe ni su conciencia, y fue puesto junto a otro inglés de Southampton, y a varios otros condenados por causas religiosas, tanto franceses como españoles, en un cadalso delante de la dicha Inquisición, donde se leyeron y pronunciaron contra ellos sus juicios y sentencias.
Inmediatamente después de haber pronunciado estas sentencias, fueron llevados de allí al lugar de ejecución, fuera de la ciudad, donde los quemaron cruelmente. Dios sea alabado por la constante fe de ellos.
Este Nicholas Burton mostró un rostro tan radiante en medio de las llamas, aceptando la muerte con tal paciencia y gozo, que sus atormentadores y enemigos que estaban junto a él, se dijeron que el diablo habla tomado ya su alma antes de llegar al fuego; y por ello dijeron que habla perdido la sensibilidad al sufrimiento.
Lo que sucedió tras el arresto de Nicholas Burton fue que todos los bienes y mercancías que habla traído consigo a España para el comercio le fueron confiscadas, según lo que ellos solían hacer; entre aquello que tomaron habla muchas cosas que pertenecían a otro mercader inglés, que le habla sido entregado como comisionado. Así, cuando el otro mercader supo que su comisionado estaba arrestado, y que sus bienes estaban confiscados, envió a su abogado a España, con poderes suyos para reclamar y demandar sus bienes. El nombre de este abogado era John Fronton, ciudadano de Bristol.
Cuando el abogado hubo desembarcado en Sevilla y mostrado todas las cartas y documentos a la casa santa, pidiéndoles que aquellas mercancías le fueran entregadas, le respondieron que tenía que hacer una demanda por escrito, y pedir un abogado (todo ello, indudablemente, para retrasarlo), e inmediatamente le asignaron uno para que redactara su súplica, y otros documentos de petición que debía exhibir ante su santo tribunal, cobrando ocho reales por cada documento. Sin embargo, no le hicieron el menor caso a sus papeles, como si no hubiera entregado nada. Durante tres o cuatro meses, este hombre no se perdió acudir cada mañana y tarde al palacio del inquisidor, pidiéndoles de rodillas que le concedieran su solicitud, y de manera especial al obispo de Tarragona, que era en aquellos tiempos el jefe de la Inquisición en Sevilla, para que él, por medio de su autoridad absoluta, ordenara la plena restitución de los bienes. Pero el botín era tan suculento y enorme que era muy difícil desprenderse de él.
Finalmente, tras haber pasado cuatro meses enteros en pleitos y ruegos, y también sin esperanza alguna, recibió de ellos la respuesta de que debía presentar mejores evidencias y traer certificados más completos desde Inglaterra como prueba de su demanda que la que habla presentado hasta entonces ante el tribunal. Así, el demandante partió para Londres, y rápidamente volvió a Sevilla, con más amplias y completas cartas de testimonio, y certificados, según le habla sido pedido, y presentó todos estos documentos ante el tribunal.
Sin embargo, los inquisidores seguían sacándoselo de encima, excusándose por falta de tiempo, y por cuanto estaban ocupados en asuntos más graves, y con respuestas de esta especie lo fueron esquivando, hasta cuatro meses después.
Al final, cuando el demandante ya casi habla gastado casi todo su dinero, y por ello argüía más intensamente por ser atendido, le pasaron toda la cuestión al obispo, quien, cuando el demandante acudió a él, le respondió así: «Que por lo que a él respectaba, sabia lo que debía hacerse; pero él sólo era un hombre, y la decisión pertenecía a los otros comisionados, y no sólo a él»; así, pasándose unos el asunto a los otros, el demandante no pudo obtener el fin de su demanda. Sin embargo, por causa de su importunidad, le dijeron que habían decidido atenderle. Y la cosa fue así: uno de los inquisidores, llamado Gasco, hombre muy bien experimentado en estas prácticas, pidió al demandante que se reuniera con él después de la comida.
Aquel hombre se sintió feliz de oír las nuevas, suponiendo que le iban a entregar sus mercancías, y que le hablan llamado con el propósito de hablar con el que estaba encarcelado para conferenciar acerca de sus cuentas, más bien por un cierto malentendido, oyendo que los inquisidores decían que sería necesario que hablara con el preso, y con ello quedando más que medio convencido de que al final iban a actuar de buena fe. Así, acudió allí al caer la tarde. En el acto que llegó, lo entregaron al carcelero, para que lo encerrara en la mazmorra que le hablan asignado.
El demandante, pensando al principio que había sido llamado para alguna otra cosa, y al verse, en contra de lo que pensaba, encerrado en una oscura mazmorra, se dio cuenta finalmente de que no le irían las cosas como habla pensado.
Pero al cabo de dos o tres días fue llevado al tribunal, donde comenzó a demandar sus bienes; y por cuanto se trataba de algo que les servia bien sin aparentar nada grave, le invitaron a que recitara la oración Ave Maria: Ave Maria gratia plena, Dominas tecum, benedicta tu in mulieribus, et benedictus fructus ventris tui Jesús Amen.
Esta oración fue escrita palabra por palabra conforme él la pronunciaba, y sin hablar nada más acerca de reclamar sus bienes, porque ya era cosa innecesaria, lo mandaron de nuevo a la cárcel, y entablaron proceso contra él como hereje, porque no había dicho su [i]Ave Maria[n] a la manera romanista, sino que había terminado de manera muy sospechosa, porque debía haber añadido al final: Sancta Maria mater Dei, ora pro nobis peccatoribus. Al omitir esto, había evidencia suficiente (dijeron ellos) de que no admitía la mediación de los santos.
Así suscitaron un proceso para detenerlo en la cárcel por más tiempo, y luego llevaron su caso a su tribunal disfrazado de esta manera, y allí se pronunció sentencia de que debeffa perder todos los bienes que había redamado, aunque no fueran suyos, y además sufrir un año de cárcel.
Mark Brughes, inglés y patrón de una nave inglesa llamada el Minion, fue quemados en una ciudad en Portugal.
William Hoker, un joven de dieciséis años, inglés, fue apedreado hasta morir por ciertos jóvenes de la ciudad de Sevilla, por la misma justa causa.
Algunas atrocidades privadas de la Inquisición, reveladas por un acontecimiento singular
Cuando la corona de España fue disputada por dos príncipes al comienzo de nuestro presente siglo, que pretendían igualmente a la soberanía, Francia se puso del lado de uno de los contendientes, e Inglaterra del lado del otro.
El duque de Berwick, hijo natural de Jacobo II, que había abdicado de la corona de Inglaterra, mandaba las fuerzas españolas y francesas, y denotó a los ingleses en la célebre batalla de Almansa. El ejército fue entonces dividido en dos partes: una consistente de españoles y franceses, que comandada por el duque de Bervick se dirigió hacia Cataluña, y el segundo cuerpo, sólo de tropas francesas, comandada por el duque de Orleans, que se dirigió a la conquista de Aragón.
Al acercarse las tropas a la ciudad de Zaragoza, los magistrados salieron a ofrecer las llaves al duque de Orleans; pero éste les dijo altaneramente que ellos eran unos rebeldes, y que no aceptaría las llaves, porque tenía orden de entrar en la ciudad por una brecha.
Así, hizo una brecha en la muralla con su cañón, entrando por ella con todo su ejército. Cuando hubo establecido su orden en la ciudad, se fue para someter otras poblaciones, dejando allí una fuerte guarnición tanto para atemorizaría como para defenderla, bajo el mando de su teniente general M. de Legal. Este caballero, aunque criado como católico-romano, estaba totalmente libre de supersticiones; unía unos grandes talentos a un gran valor, y era un oficial muy capaz, además de un cumplido caballero.
Este duque, antes de partir, habla ordenado que se impusieran pesadas contribuciones a la ciudad, de la siguiente manera:
1. Que los magistrados y principales habitantes pagaran mil coronas al mes para la mesa del duque.
2. Que cada casa pagara una pistola, lo que daría una suma de 18.000 pistolas mensuales.
3. Que cada convento y monasterio pagara una contribución proporcional a sus riquezas y rentas.
4. Estas dos últimas contribuciones serían apropiadas para el mantenimiento del ejército.
El dinero impuesto a los magistrados y a los principales habitantes, y a cada casa, fue pagado en el acto; pero cuando los recaudadores acudieron a los directores de los conventos y de los monasterios, encontraron que los clérigos no estaban tan dispuestos como los demás a dar su dinero.
Estas eran las contribuciones que debía aportar el clero:
El Colegio de Jesuitas debía pagar - 2000 pistolas Los Carmelitas - 1000
Los Agustinos - 1000 « los Dominicos - 1000
M. de Legal envió a los Jesuitas una orden perentoria para que pagaran el dinero inmediatamente. El superior de los Jesuitas dio por respuesta que la petición de que el clero pagara al ejército iba contra todas las inmunidades eclesiásticas, y que no conocía ningún argumento que pudiera autorizar tal cosa. M. de Legal envió entonces una compañía de dragones que se acuartelaran en el colegio, con este sarcástico mensaje: «Para convencerle de la necesidad de pagar el dinero, le envió cuatro argumentos poderosos a su colegio, sacados del sistema de la lógica militar; así, espero que no me será precisa ninguna adicional amonestación para dirigir su conducta.
Estos procedimientos dejaron muy perplejos a los Jesuitas, los cuales enviaron un correo a la corte, al confesor del rey, que era de su orden; pero los dragones se dieron mucha más prisa en saquear y destruir que el correo en su viaje, de modo que los Jesuitas, viendo que todo estaba siendo destruido y arruinado, consideraron mejor arreglar la cuestión de manera amistosa, y pagar el dinero antes del regreso de su mensajero. Los Agustinos y Carmelitas, advertidos por lo sucedido a los Jesuitas, fueron prudentemente y pagaron, y de esta manera escaparon al estudio de los argumentos militares, y de recibir enseñanza de lógica por parte de los dragones.
Pero los Dominicos, que eran todos familiares de o agentes dependientes de la Inquisición, imaginaron que aquellas mismas circunstancias servirían para protegerles. Pero estaban en un error, porque M. de Legal ni temía ni respetaba a la Inquisición. El director de los Dominicos le envió un mensaje diciéndole que su orden era pobre, y que no tenían dinero alguno con el que pagar las contribuciones. Decía así: «Toda la riqueza de los Dominicos consiste sólo en las imágenes de plata de los apóstoles y santos, de tamaño natural, que están en la iglesia, y que sería sacrilegio quitar.»
Esta insinuación tenía por objeto aterrar al comandante francés, que, pensaban los inquisidores, no osaría ser tan profano como para desear la posesión de los ricos ídolos.
Sin embargo, él envió aviso de que las imágenes de plata serían un admirable sustitutivo del dinero, y que serían más útiles en su posesión que en posesión de los Dominicos, «Porque (decía él), mientras los tenéis de la manera en que los tenéis ahora, están en nichos, inútiles e inmóviles, sin ser de provecho alguno para la humanidad en general, o siquiera a vosotros; pero, cuando estén en mis manos, serán útiles; los pondré en movimiento, porque tengo la intención de acuñarlos, para que viajen como los apóstoles, sean de beneficio en lugares variados, y circulen para servicio universal de la humanidad.»
Los inquisidores se quedaron atónitos ante este tratamiento, que nunca esperaban recibir, ni siquiera de cabezas coronadas; por ello, decidieron entregar sus preciosas imágenes en solemne procesión, para levantar al pueblo a una insurrección. Así, los frailes recibieron orden de dirigirse a casa de Legal con los apóstoles y santos de plata con voces de endecha, con cirios encendidos en sus manos, y clamando amargamente por todo el camino, diciendo: «¡herejía, herejía! »
M. de Legal, al enterarse de esta manera de actuar, ordenó que cuatro compañías de granaderos se alinearan por la calle que llevaba a su casa; se ordenó a cada granadero que tuviera su mosquete cargado en una mano y un cirio encendido en la otra, de modo que las tropas pudieran o bien repeler la fuerza con la fuerza, o hacer honores a la farsa.
Los frailes hicieron todo lo que pudieron por suscitar un tumulto, pero el común del pueblo tenía demasiado miedo a las tropas armadas para hacerles caso. Por ello, las imágenes de plata fueron entregadas de necesidad a M. de Legal, que las envió a la casa de moneda, para que las acuñaran de inmediato.
Habiendo fracasado el intento de levantar una insurrección, los inquisidores decidieron excomulgar a M. de Legal, a no ser que liberara de su encarcelamiento en la casa de la moneda a los preciosos santos de plata antes que fueran fundidos o mutilados de cualquier otra manera. El comandante francés rehusó en absoluto liberar las imágenes, diciendo que iban desde luego a viajar y a hacer el bien; ante esto, los inquisidores redactaron un documento de excomunión, ordenando al secretario que fuera a leérselo a M. de Legal.
El secretario ejecutó fielmente su encargo, y leyó la excomunión de manera clara y comprensible. El comandante francés la escuchó con gran paciencia, y cortésmente le dijo al secretario que daría su respuesta al día siguiente.
Cuando el secretario de la Inquisición se hubo marchado, M. de Legal ordenó a su secretario que preparase un documento de excomunión exactamente igual al enviado por la Inquisición; pero haciendo esta alteración: en lugar de su nombre, que pusiera el de los inquisidores.
A la mañana siguiente ordenó a cuatro regimientos que se armaran, y les ordenó que acompañaran a su secretario, y que actuaran como él les mandara.
El secretario fue a la Inquisición, e insistió en ser admitido, lo que, después de muchas discusiones, le fue concedido. Tan pronto como hubo entrado, leyó, en voz audible, la excomunión enviada por M. de Legal contra los inquisidores. Los inquisidores estaban todos presentes, y la oyeron atónitos, nunca habiendo antes hallado individuo alguno que osara actuar de manera tan atrevida. Clamaron a gritos contra M. de Legal como hereje, y dijeron: «Esto es un insulto de lo más osado contra la fe católica.» Pero para mayor sorpresa, el secretario francés les dijo que tendrían que salir de su actual morada; porque el comandante francés quería acuartelar sus tropas en la Inquisición, siendo que era el lugar más cómodo de toda la ciudad.
Los inquisidores clamaron a gritos por esto, y el secretario los puso entonces bajo una fuerte custodia, y los envió al lugar que M. de Legal había dispuesto para ellos. Los inquisidores, al ver como iban las cosas, rogaron que se les permitiera tomar sus posesiones personales, lo que les fue concedido; se dirigieron a renglón seguido a Madrid, donde se quejaron amargamente ante el rey. Pero el monarca les dijo que él no podía darles satisfacción alguna, porque las injurias que habían recibido eran de las tropas de su abuelo, el rey de Francia, y era sólo por ayuda de ellas que él podría quedar firmemente establecido en su reino. «Si hubieran sido mis propias tropas, las habría castigado, pero, siendo las cosas como son, no puedo pretender ejercer autoridad alguna.»
Mientras tanto, el secretario de M. de Legal había abierto todas las puertas de la Inquisición, y liberado los presos, que eran alrededor de cuatrocientos, y entre estos había sesenta hermosas jóvenes, que resultaron ser un serrallo de los tres principales inquisidores.
Este descubrimiento, que dejó expuesta tan abierta la perversidad de los inquisidores, alarmó mucho al arzobispo, que pidió a M. de Legal que enviara a las mujeres a su palacio, donde él se cuidaría apropiadamente de ellas; al mismo tiempo publicó una censura eclesiástica en contra de todos los que ridiculizaran o censuraran el santo oficio de la Inquisición.
El comandante francés envió recado al arzobispo diciéndole que los presos habían huido, o que estaban tan estrechamente escondidos por sus amigos o incluso por sus propios oficiales, que le era imposible recuperarlos; y que habiendo la Inquisición cometido tales atrocidades, ahora debía soportar su exhibición pública.
Algunos pueden sugerir que es cosa extraña que las cabezas coronadas y que los eminentes nobles no trataran de aplastar el poder de la Inquisición, y reducir la autoridad de aquellos tiranos eclesiásticos, de cuyas fauces implacables no estaban seguros ni sus familias ni ellos mismos.
Pero, por asombroso que sea, la superstición había siempre prevalecido en este caso contra el sentido común, y la costumbre había obrado contra la razón. Desde luego, hubo un príncipe que trató de reducir la autoridad de la Inquisición, pero perdió su vida antes de ser rey, y consiguientemente antes de tener poder para hacerlo; porque la sola sugerencia de su intención sirvió para su destrucción.
Éste era el muy gentil príncipe Don Carlos, hijo de Felipe II, rey de España, y nieto del célebre emperador Carlos V. Don Carlos poseía todas las buenas cualidades de su abuelo, sin ninguna de las malas de su padre, y era un príncipe de gran viveza, de gran erudición y del carácter más gentil. Tenía el suficiente sentido común para poder ver los errores del papado, y aborrecía el nombre mismo de la Inquisición. Se manifestó en público en contra de esta institución, ridiculizaba la afectada piedad de los inquisidores, hizo lo que pudo por denunciar sus atroces acciones, e incluso declaró que si jamás llegaba a la corona, que aboliría la Inquisición y exterminaría a sus agentes.
Esto fue suficiente para irritar a los inquisidores contra el príncipe; dedicaron sus mentes a idear una venganza, y decidieron destruirle.
Los inquisidores emplearon ahora todos sus agentes y emisarios para esparcir las más arteras insinuaciones contra el príncipe, y al final suscitaron tal espíritu de descontento entre el pueblo que el rey se vio obligado a enviar a Don Carlos fuera de la corte. No contento con esto, persiguieron incluso a sus amigos, y obligaron asimismo al rey a desterrar a Don Juan, duque de Austria, su propio hermano, y por consiguiente tío del príncipe; junto con el príncipe de Parma, sobrino del rey y primo del príncipe, porque sabían bien que tanto el duque de Austria como el príncipe de Parma sentían una adhesión sincera e inviolable hacia Don Carlos.
Pocos años después, al haber mostrado el príncipe una gran lenidad y favor para con los protestantes en los Países Bajos, la Inquisición protestó estridentemente contra él, declarando que por cuanto aquellas personas eran herejes, que el príncipe necesariamente tenía que serlo, porque los favoreció. En resumen, alcanzaron tanta influencia sobre la mente del rey, que estaba totalmente esclavizado bajo la superstición, que, por asombroso que parezca, sacrificó los sentimientos de la naturaleza al fanatismo y, por miedo a incurrir en la ira de la Inquisición, entregó a su único hijo, firmando él mismo su sentencia de muerte.
El príncipe, desde luego, tuvo lo que se llamaba una indulgencia; ésto es, se le permitió que escogiera él mismo qué muerte quería padecer. Al modo romano, el desafortunado joven héroe escogió el desangramiento y el baño caliente. Cuando le fueron abiertas las venas de los brazos y de las piernas, expiró gradualmente, cayendo mártir de la malicia de los inquisidores, y del estúpido fanatismo de su padre.
La persecución del doctor Egidio
El doctor Egidio había sido educado en la universidad de Alcalá, donde recibió varios títulos, y se aplicó de manera particular al estudio de las Sagradas Escrituras y de la teología escolástica. Cuando murió el profesor de teología, él fue elegido para tomar su lugar, y actuó para tal satisfacción de todos que su reputación de erudición y piedad se extendió por toda Europa.
Egidio, sin embargo, tenía sus enemigos, y estos se quejaron de él ante la Inquisición, que le enviaron una cita, y cuando compareció, le enviaron a un calabozo.
Como la mayoría de los que pertenecían a la iglesia catedral de Sevilla, y muchas personas que pertenecían al obispado de Dortois, aprobaban totalmente las doctrinas de Egidio, que consideraban perfectamente coherentes con la verdadera religión, hicieron una petición al emperador en su favor. Aunque el monarca había sido educado como católico romano, tenía demasiado sentido común para ser un fanático, y por ello envió de inmediato una orden para que fuera liberado.
Poco después visitó la iglesia de Valladolid, e hizo todo en su mano por promover la causa de la religión. Volviendo a su casa, poco después enfermó, y murió en la más extrema vejez.
Habiéndose visto frustrados los inquisidores de satisfacer su malicia contra él mientras vivía, decidió (mientras todos los pensamientos del emperador se dirigían a una campaña militar) a lanzar su venganza contra él ya muerto. Así, poco después que muriera ordenaron que sus restos fueran exhumados, y se emprendió un proceso legal, en el que fueron condenados a ser quemados, lo que se ejecutó.
La persecución del doctor Constantino
El doctor Constantino era un amigo intimo del ya mencionado doctor Egidio, y era un hombre de unas capacidades naturales inusuales y de profunda erudición. Además de conocer varias lenguas modernas, estaba familiarizado con las lenguas latina, griega y hebrea, y no sólo conocía bien las ciencias llamadas abstractas, sino también los artes que se denominan como literatura amena.
Su elocuencia le hacia placentero, y la rectitud de su doctrina lo hacía un predicador provechoso; y era tan popular que nunca predicaba sin multitudes que le escucharan. Tuvo muchas oportunidades para ascender en la Iglesia, pero nunca quiso aprovecharlas. Si se le ofrecían unas rentas mayores que la suya, rehusaba, diciendo: «Estoy satisfecho con lo que tengo»; y con frecuencia predicaba tan duramente contra la simonía que muchos de sus superiores, que no eran tan estrictos acerca de esta cuestión, estaban en contra de sus doctrinas por esta cuestión.
Habiendo quedado plenamente confirmado en el protestantismo por el doctor Egidio, predicaba abiertamente sólo aquellas doctrinas que se conformaban a la pureza del Evangelio, sin las contaminaciones de los errores que en varias eras se infiltraron en la Iglesia Romana. Por esta razón tenía muchos enemigos entre los católico-romanos, y algunos de ellos estaban totalmente dedicados a destruirle.
Un digno caballero llamado Scobaria, que había fundado una escuela para clases de teología, designó al doctor Constantino para que fuera profesor en ella. De inmediato emprendió él la tarea, y leyó conferencias, por secciones, acerca de Proverbios, Eclesiastés, y Cantares; comenzaba a exponer el Libro de Job cuando fue aprehendido por los inquisidores.
El doctor Constantino había depositado varios libros con una mujer llamada Isabel Martín, que para él eran muy valiosos, pero que sabia que para la inquisición eran perniciosos.
Esta mujer, denunciada como protestante, fue prendida, y, después de un breve proceso, se ordenó la confiscación de sus bienes. Pero antes que los oficiales llegaran a su casa, el hijo de la mujer había hecho sacar varios baúles llenos de los artículos más valiosos, y entre ellos estaban los libros del doctor Constantino.
Un criado traidor dio a conocer esto a los inquisidores, y despacharon un oficial para exigir los baúles. El hijo, suponiendo que el oficial sólo quería los libros de Constantino, le dijo: «Sé lo que busca, y se lo daré inmediatamente.» Entonces le dio los libros y papeles del doctor Constantino, quedando el oficial muy sorprendido al encontrar algo que no se esperaba. Sin embargo, le dijo al joven que estaba contento que le diera estos libros y papeles, pero que tenía sin embargo que cumplir la misión que le había sido encomendada, que era llevarlo a él y los bienes que había robado a los inquisidores, lo que hizo de inmediato; el joven bien sabia que sería en vano protestar o resistirse, y por ello se sometió a su suerte.
Los inquisidores, en posesión ahora de los libros y escritos de Constantino, tenían ahora material suficiente para presentar cargos en su contra. Cuando fue llamado a un interrogatorio, le presentaron uno de sus papeles, preguntándole si conocía de quién era la escritura. Dándose cuenta que era todo suyo, supuso lo sucedido, confesó el escrito, y justificó la doctrina en él contenida, diciendo: en esto ni en ninguno de mis escritos me he apartado jamás de la verdad del Evangelio, sino que siempre he tenido a la vista los puros preceptos de Cristo, tal como Él los entregó a la humanidad.
Después de una estancia de más de dos años en la cárcel, el doctor Constantino fue víctima de una enfermedad que le provocó una hemorragia, poniendo fin a sus miserias en este mundo. Pero el proceso fue concluido contra su cuerpo, que fue quemado públicamente en el siguiente auto da fé.
La vida de William Gardiner
William Gardiner nació en Bristol, recibió una educación tolerable, y fue, en una edad apropiada, puesto bajo los cuidados de un mercader llamado Paget.
A la edad de veintiséis años fue enviado, por su amo, a Lisboa, para actuar como factor. Aquí se aplicó al estudio del portugués, llevó a cabo su actividad con eficacia y diligencia, y se comportó con la más atrayente afabilidad con todas las personas, por poco que las conociera. Mantenía mayor relación con unos pocos que conocía como celosos protestantes, evitando al mismo tiempo con gran cuidado dar la más mínima ofensa a los católico-romanos. Sin embargo, no había asistido nunca a ninguna de las iglesias papistas.
Habiéndose concertado el matrimonio entre el hijo del rey de Portugal y la Infanta de España, en el día del casamiento el novio, la novia y toda la corte asistieron a la iglesia catedral, concurrida por multitudes de todo rango, y entre el resto William Gardiner, que estuvo presente durante toda la ceremonia, y que quedó profundamente afectado por las supersticiones que contempló.
El erróneo culto que había contemplado se mantenía constante en su mente; se sentía desgraciado al ver todo un país hundido en tal idolatría, cuando se podría tener tan fácilmente la verdad del Evangelio. Por ello, tomó la decisión, loable pero inconsiderada, de llevar a cabo una reforma en Portugal, o de morir en el intento, y decidió sacrificar su prudencia a su celo, aunque llegara a ser mártir por ello.
Para este fin concluyó todos sus asuntos mundanos, pagó todas sus deudas, cerró sus libros y consignó su mercancía. Al siguiente domingo se dirigió de nuevo a la iglesia catedral, con un Nuevo Testamento en su mano, y se dispuso cerca del altar.
Pronto aparecieron el rey y la corte, y un cardenal comenzó a decir la Misa; en aquella parte de la ceremonia en la que el pueblo adora la hostia, Gardiner no pudo contenerse, sino que saltando hacia el cardenal, le cogió la hostia de las manos, y la pisoteó.
Esta acción dejó atónita a toda la congregación, y una persona, empuñando una daga, hirió a Gardiner en el hombro, y lo habría matado, asestándole otra puñalada, si el rey no le hubiera hecho desistir.
Llevado Gardiner ante el rey, éste le preguntó quién era, contestándole: «Soy inglés de nacimiento, protestante de religión, y mercader de profesión. Lo que he hecho no es por menosprecio a vuestra regia persona; Dios no quiera, sino por una honrada indignación al ver las ridículas supersticiones y las burdas idolatrías que aquí se practican.»
El rey, pensando que habría sido inducido a este acto por alguna otra persona, le preguntó quién le había llevado a cometer aquello, a lo que él replicó: «Sólo mi conciencia. No habría arriesgado mi vida de este modo por ningún hombre vivo, sino que debo este y todos mis otros servicios a Dios.»
Gardiner fue mandado a la cárcel, y se emitió una orden de apresar a todos los ingleses en Lisboa. Esta orden fue cumplida en gran medida (unos pocos escaparon) y muchas personas inocentes fueron torturadas para hacerles confesar si sabían algo acerca del asunto. De manera particular, un hombre que vivía en la misma casa que Gardiner fue tratado con una brutalidad sin paralelo para hacerle confesar algo que arrojara algo de luz sobre esta cuestión.
El mismo Gardiner fue luego torturado de la forma más terrible, pero en medio de sus tormentos se gloriaba en su acción. Sentenciado a muerte, se encendió una gran hoguera cerca de un cadalso. Gardiner fue subido al cadalso mediante poleas, y luego bajado cerca del fuego, pero sin llegar a tocarlo; de esta manera lo quemaron, o mejor dicho, lo asaron a fuego lento. Pero soportó sus sufrimientos pacientemente, y entregó animosamente su alma al Señor.
Es de observar que algunas de las chispas que fueron arrastradas del fuego que consumió a Gardiner por medio del viento quemaron uno de los barcos de guerra del rey, y causaron otros considerables daños. Los ingleses que fueron detenidos en esta ocasión fueron todos liberados poco después de la muerte de Gardiner, excepto el hombre que vivía en la misma casa que él, que estuvo detenido por dos años antes de lograr su libertad.
Relato de la vida y sufrimientos de Mr. William Lithgow, natural de Escocia.
Este caballero descendía de buena familia, y, teniendo inclinación por los viajes, visitó, muy joven, las islas del norte y de occidente. Después de esto visitó Francia, Alemania, Suiza y España. Emprendió sus viajes el mes de marzo de 1609, y el primer lugar al que se dirigió fue París, donde se quedó por cierto tiempo. Luego prosiguió sus viajes por Alemania y otros lugares, hasta llegar finalmente a Málaga, en España, el lugar de todas sus desgracias.
Durante su estancia allí, contrató con el patrón de un barco un pasaje a Alejandría, pero se vio impedido de partir por las siguientes circunstancias. Al atardecer del diecisiete de octubre de 1620, la flota inglesa, que en aquellos tiempos estaba de batida contra los piratas argelinos, fue a anclar frente a Málaga. Esto provocó la consternación de la gente de la ciudad, que se imaginaron que eran los turcos. Pero por la mañana se descubrió el error, y el gobernador de Málaga, dándose cuenta de la cruz de Inglaterra en sus banderas, fue a bordo de la nave de Sir Robert Mansel, el comandante de aquella expedición, y después de estar un tiempo a bordo volvió a tierra, y calmó los temores de la gente.
Al siguiente día muchas personas de la flota bajaron a tierra. Entre ellos había varios buenos conocidos de Mr. Lithgow, que, después de recíprocos cumplidos, pasaron algunos días en los festejos y diversiones de la ciudad. Luego invitaron a Mr. Lithgow a que subiera a bordo y presentara sus respetos al almirante. Aceptó él la invitación, fue amablemente recibido por él, y se quedó hasta el día siguiente, cuando la flota partía. El almirante hubiera llevado de buena gana a Mr. Lithgow consigo a Argel, pero al haber él ya contratado su pasaje a Alejandría, y teniendo su equipaje en la ciudad, no pudo aceptar el ofrecimiento.
Tan pronto como Mr. Lithgow bajó a tierra, se dirigió hacia su alojamiento por un camino privado (aquella misma noche iba a embarcar rumbo a Alejandría), cuando, al pasar por una estrecha calle inhabitada, se encontró de repente rodeado por nueve alguaciles u oficiales, que le echaron encima un manto negro, y lo condujeron por la fuerza a la casa del gobernador. Después de poco tiempo apareció el gobernador, y Mr. Lithgow le rogó intensamente que le dijera cuál era la causa de un trato tan violento. El gobernador sólo respondió con una sacudida de cabeza, y dio orden que se vigilara estrechamente al preso hasta que él (el gobernador) volviera de sus devociones. Al mismo tiempo dio orden de que el capitán de la ciudad, el alcalde mayor y el notario de la ciudad comparecieran a su interrogatorio, y que todo esto tuviera lugar en el mayor de los secretos, para impedir que tuvieran conocimiento de ello los mercaderes ingleses que entonces residían en la ciudad.
Estas órdenes fueron estrictamente cumplidas, y al volver el gobernador, se sentó él con los funcionarios y Mr Lithgow fue traído para su interrogatorio. El gobernador comenzó haciéndole varias preguntas, como de qué país procedía, a dónde se dirigía, y cuánto tiempo había estado en España. El preso, después de responder a estas y otras preguntas, fue llevado a una estancia, donde, cabo de poco tiempo, fue visitado por el capitán de la ciudad, que le preguntó si había estado alguna vez en Sevilla, o si había llegado de allá hacia poco tiempo; y dándole una palmada en la mejilla con aire de amistad, le conjuró a que dijera la verdad, «porque (le dijo) tu misma cara revela que hay algo escondido en tu mente, y la prudencia debería llevarte a revelarlo.» Sin embargo, viendo que no podía sacar nada del preso, lo dejó, e informó de ello al gobernador y a los otros funcionarios. A esto Mr. Lithgow fue traído delante de ellos, y presentaron una acusación general contra él, y fue obligado a jurar que daría respuestas veraces a las preguntas que le hicieran.
El gobernador pasó a indagar acerca del comandante inglés, y la opinión del preso acerca de cuáles eran los motivos que le impidieron aceptar una invitación suya de acudir a tierra. Pidió, asimismo, los nombres de los capitanes ingleses en la flota, y qué conocimiento tenía él del embarque, o preparación para el mismo, antes de su partida de Inglaterra. Las respuestas dadas a las varias preguntas hechas fueron registradas por escrito delante de notario; pero aquel conventículo parecía sorprendido ante su negación de saber nada acerca de la preparación de la flota, en particular el gobernador, que le dijo que mentía; que era un traidor y espía, y que había venido directamente de Inglaterra para favorecer y ayudar a los designios proyectados contra España, y que para ello había pasado nueve meses en Sevilla, a fin de conseguir información acerca del tiempo de la llegada de la flota española procedente de las Indias. Protestaron acerca de su familiaridad con los oficiales de la flota, y con muchos de los otros caballeros ingleses, siendo que se habían dado entre ellos muchas cortesías inusuales, pero todo esto había sido cuidadosamente vigilado.
Además de sumarizado todo, y para poner las cosas más allá de toda duda, dijeron que venía de un consejo de guerra, celebrado aquella mañana a bordo del navío almirante, a fin de llevar a cabo las órdenes que le habían sido encomendadas. Le inculparon de ser cómplice en la quema de la isla de San Tomás, en las Antillas. «Por esto (dijeron), a estos luteranos e hijos del diablo no se les debería dar crédito alguno a lo que dicen o juran.»
En vano trató Mr. Lithgow de defenderse de las acusaciones de que había sido hecho objeto, y de que le creyeran sus jueces, tan llenos de prejuicios. Pidió permiso para que le enviaran su bolsa, que contenía sus papeles, y que podría mostrar su inocencia. A esta petición accedieron, pensando que podrían descubrir algunas cosas que desconocían. Trajeron, pues, la bolsa, y, abriéndola, encontraron una licencia del Rey Jacobo I, con su firma, estableciendo la intención del portador de viajar a Egipto; esto lo trataron los altaneros españoles con gran menosprecio. Los otros papeles consistían en pasaportes, testimonios, etc., de personas de rango. Pero todos estas credenciales sólo parecieron confirmar, en lugar de aminorar, las sospechas de estos jueces llenos de prejuicios, que, después de hacerse con todos los papeles del preso, le ordenaron que se volviera a retirar.
Mientras tanto mantuvieron consultas para decidir dónde debía ser encerrado el preso. El alcalde, o juez principal, estaba a favor de encerrarlo en la cárcel de la ciudad; pero a esto objetaron, en especial el corregidor, que dijo, en castellano: «A fin de impedir que sus compatriotas sepan su encierro, tomaré esto en mis manos, y me haré responsable de las consecuencias»; a esto se acordó que fuera encerrado en la casa del gobernador con el mayor secreto.
Decidido esto, uno de los alguaciles fue a Mr. Lithgow, pidiéndole que le entregara su dinero, y que se dejara registrar. Como era inútil resistirse, el preso tuvo que acceder; luego el alguacil (tras sacar de sus bolsillos once ducados) lo dejó en la camisa; y buscando en sus calzones, encontró, dentro del cinto, dos bolsas de lienzo, que contenían ciento treinta y siete piezas de oro. El alguacil llevó de inmediato este dinero al corregidor que, después de haberlo contado, ordenó que el preso fuera vestido y encerrado hasta después de la cena.
Hacia la medianoche, el alguacil y dos esclavos turcos sacaron a Mr. Lithgow de su encierro, pero sólo para introducirlo en otro mucho más terrible. Le llevaron a través de varios corredores hasta una estancia en la parte más remota del palacio, hacia el jardín, donde lo encadenaron, y extendieron sus piernas por medio de una barra de hierro de alrededor de una yarda de longitud, cuyo peso era tal que no podía ni estar de pie ni sentarse, sino que estaba obligado a estar de continuo tumbado de espalda. Le dejaron en esta condición durante un cierto tiempo, volviendo luego con un refrigerio que consistía en una libra de cordero hervido y una hogaza de pan, junto con una pequeña cantidad de vino, el cual fue no sólo el primero, sino el mejor y el último de este tipo durante su encierro en este lugar. Después de darle estos alimentos, el alguacil cerró la puerta, y dejó a Mr. Lithgow sumido en sus propias meditaciones.
Al siguiente día recibió una visita del gobernador, que le prometió la libertad, con muchas otras ventajas, si se confesaba espía; pero al protestar él de su total inocencia, el gobernador salió enfurecido, diciendo que «No le vería más hasta que adicionales tormentos le llevaran a confesar», y ordenando al guarda que no permitiera a nadie que tuviera acceso a él ni comunicación alguna; que su sustento no excediera de tres onzas de pan mohoso y medio litro de agua cada dos días; que no se le permitiera ni cama, ni almohada ni cubierta. «Cerradle esta vena en su estancia con cal y piedra, obturad las rendijas de la puerta con dobles alfombras; que no tenga nada que le dé la más nimia comodidad. Estas y otras órdenes de parecida dureza fueron dadas para hacer que fuera imposible que nadie de la nación inglesa conociera su condición.
En este miserable y deprimente estado se quedó por varios días el pobre Lithgow, sin ver a nadie, hasta que el gobernador recibió respuesta de Madrid a una carta que había escrito acerca del preso; y, siguiendo las instrucciones que había recibido, puso en práctica las crueldades tramadas, que fueron aceleradas, porque se acercaban los días santos de la Natividad, siendo ya el día cuadragésimo séptimo desde su encarcelamiento.
Alrededor de las dos de la madrugada, oyó el ruido de un carruaje en la calle, y a alguien que abría las puertas de su cárcel, donde no había podido dormir durante dos noches; el hambre, el dolor y los deprimentes pensamientos le habían impedido reposo alguno.
Poco después de que se abrieran las puertas de la prisión, los nueve alguaciles que le habían detenido la primera vez entraron en el lugar donde él yacía, y, sin decir palabra, le llevaron con sus cadenas a través de la casa y a la calle, donde esperaba un carruaje, en el que le depositaron tendido sobre su espalda, al no poderse sentar. Dos de los alguaciles fueron con él, y el resto fueron andando junto al carruaje, pero todos observaron el más profundo silencio. Fueron hasta un edificio con un lagar, a alrededor de una legua de la ciudad, a donde habían llevado en secreto, antes, un potro de tortura; allí lo encerraron aquella noche.
Al día siguiente, al romper el alba, llegaron el gobernador y el alcalde, en cuya presencia Mr. Lithgow tuvo que sufrir otro interrogatorio. El preso pidió un intérprete, lo que se permitía a los extranjeros, por la ley de aquel país, pero le fue rehusado, y no le permitieron apelar a Madrid, la corte superior de justicia. Después de un largo interrogatorio, que duró desde la mañana hasta la noche, apareció en todas las respuestas una conformidad tan estrecha con lo que había dicho antes, que dijeron que se las había aprendido de memoria, no habiendo la más mínima contradicción. Sin embargo, le apremiaron una vez más a que hiciera una plena confesión; esto es, a que se acusara a sí mismo de crímenes que jamás había cometido, y el gobernador le añadió: «Sigue estando usted en mi poder; le puedo dar la libertad si colabora; si no, tendré que entregarlo al alcalde.» Al seguir Mr. Lithgow en su inocencia, el gobernador ordenó al notario que redactara una orden para entregarlo al alcalde para que fuera torturado.
Como consecuencia de esto, fue llevado por los alguaciles al final de una galería de piedra, donde estaba el potro de tortura. El verdugo le quitó de inmediato los hierros, lo que le causó profundos dolores, habiendo sido puestos los roblones tan cerca de la carne que el martillo le desgarró media pulgada de su talón al romper el roblón; este dolor, junto con su debilidad (no había comido en tres días) le hizo gemir amargamente, a lo que el implacable alcalde le dijo: «¡Villano, traidor, esto es sólo una muestra de lo que vas a sufrir!»
Cuando le quitaron los hierros, cayó sobre sus rodillas, pronunciando una corta oración, pidiendo a Dios que le ayudara a estar firme, y a sufrir con valor la terrible prueba con que iba a encontrarse. Sentados el alcalde y el notario en sillas, él fue desnudado totalmente y puesto al potro del tormento, siendo el oficio de estos caballeros ser testigos de las torturas sufridas por el delincuente, y poner por escrito sus confesiones.
Es imposible describir las varias torturas que le aplicaron. Será suficiente con decir que estuvo tendido en el potro durante cinco horas, durante las cuales recibió alrededor de sesenta torturas de la más infernal naturaleza; y si hubieran continuado unos pocos minutos más, habría muerto inevitablemente.
Satisfechos por el presente estos crueles perseguidores, el preso fue sacado del potro, y, volviéndole a poner los hierros, fue llevado a su anterior mazmorra, sin recibir otro alimento que un poco de vino caliente, que le fue dado más bien para impedir que muriera, y para reservarlo para futuros tormentos, que por ningún principio de caridad o de compasión.
Como confirmación de esto, se dieron órdenes para que un carruaje pasara cada mañana, antes de hacerse de día, junto a la prisión, para que el ruido suscitara renovados temores y alarmas al infeliz cautivo, y que le privaran de toda posibilidad de obtener el más mínimo reposo.
Siguió en esta horrenda situación, casi muriendo por falta de los necesarios alimentos para conservar su mísera existencia, hasta el día de Navidad, en que recibió un poco de alivio por mano de Mariana, la dama de compañía de la esposa del gobernador, que le llevó un refrigerio consistente en miel, azúcar, pasas y otros artículos; y tan afectada quedó ante su situación que lloró amargamente, y al salir expresó la mayor preocupación al no poderle ser de mayor ayuda.
En esta abominable prisión quedó el pobre Mr. Lithgow hasta que quedó casi devorado por los bichos. Pasaban sobre su barba, sus labios, sus cejas, etc., de modo que apenas si podía abrir los ojos; y este tormento quedaba aumentado al no poder usar sus manos y sus pies para defenderse de ellos, al estar tan terriblemente lisiado por las torturas sufridas. Tal era la crueldad del gobernador que incluso ordenó que le barrieran más de estos animales encima dos veces cada semana. Sin embargo, obtuvo alguna mitigación de esta parte del castigo gracias a la humanidad de un esclavo turco que le asistía, que, cuando lo podía hacer sin peligro, destruía los bichos y ayudaba en todo lo que podía a ofrecer algún refrigerio a aquel que estaba en su poder.
Por este esclavo recibió Mr. Lithgow información que le dio bien poca esperanza de ser jamás liberado, sino que, al contrario, tendría que acabar su vida bajo nuevas torturas. La esencia de esta información era que un sacerdote de un seminario inglés y un tonelero escocés habían sido empleados por algún tiempo por el gobernador para traducir del inglés a la lengua castellana todos sus libros y observaciones; y que se decía abiertamente de él en la casa del gobernador que era un archihereje.
Esta información le alarmó en sumo grado, y comenzó, no sin razón, a temer que pronto acabarían con él, y tanto más cuanto que no habían podido, ni con la tortura ni con ningunos otros medios, hacer que él variara ni un ápice todo lo que había dicho durante sus diversos interrogatorios.
Dos días después de haber recibido la dicha información, el gobernador, un inquisidor y un sacerdote canónico, acompañados por dos Jesuitas, entraron en su mazmorra, y una vez sentados, y después de varias preguntas sin sustancia, el inquisidor le preguntó a Mr. Lithgow si era católico romano, y si reconocía la supremacía del Papa. Él respondió que ni era lo primero ni admitía lo segundo, añadiendo que le sorprendían semejantes preguntas, por cuanto estaba estipulado de manera expresa en los artículos de paz entre Inglaterra y España que ninguno de los súbditos ingleses estaba sujeto a la Inquisición, y que no podrían ser en modo alguno molestados por ellos debido a diferencias de religión, etc. En la amargura de su alma hizo uso de algunas expresiones ardorosas no apropiadas para sus circunstancias: «De la misma manera que casi me habéis asesinado por pretendida traición, así ahora queréis hacerme mártir por mi religión.» También le echó en cara al gobernador el actuar de esta mala manera contra el rey de Inglaterra (cuyo súbdito era él) olvidando la regia humanidad ejercitada para con los españoles en 1588, cuando su armada naufragó frente a la costa escocesa, y miles de españoles hallaron alivio, cuando en otro caso habrían perecido miserablemente.
El gobernador admitió la verdad de lo dicho por Mr. Lithgow, pero contestó altaneramente que el rey, que entonces sólo reinaba sobre Escocia, fue motivado más por temor que por amor, y que por ello no merecía gratitud alguna. Uno de los Jesuitas dijo que no se debía guardar fe alguna a los herejes. Luego el inquisidor, levantándose, se dirigió a Mr. Ligthgow con estas palabras: «Usted ha sido prendido como espía, acusado de traición, y torturado, como reconocemos, siendo inocente (esto, por lo que se parece, refiriéndose a la información posteriormente recibida en Madrid acerca de las intenciones de los ingleses), pero ha sido el poder divino lo que ha traído estos juicios sobre usted, por actuar presuntuosamente el bendito milagro de Loretto, ridiculizándolo, y expresarse en sus escritos de manera irreverente acerca de Su Santidad, el gran agente y vicario de Cristo sobre la tierra; por ello, ha caído en nuestras manos con justicia por este especial acontecimiento: y tus libros y papeles han sido milagrosamente traducidos por la ayuda de la Providencia que influencia a tus propios compatriotas.»
Al finalizar esta comedia legal, le dieron al preso ocho días para que considerara y resolviera si iba a convenirse a la religión de ellos, tiempo durante el que, le dijo el inquisidor, él mismo, con otras órdenes religiosas, asistiría, para ayudarle en ello conforme él deseara. Uno de los Jesuitas le dijo (haciendo primero la señal de la cruz sobre su pecho): «Hijo mío, mereces ser quemado vivo; pero por la gracia de nuestra Señora de Loreto, a la que tú has blasfemado, salvaremos tanto tu alma como tu cuerpo.»
Por la mañana volvió el inquisidor, con otros tres clérigos, y el primero le preguntó cuáles eran las dificultades en su conciencia que retardaban su conversión. A esto él respondió que «no tenía dudas algunas en su mente, estando confiado en las promesas de Cristo, y creyendo con toda certidumbre en su voluntad revelada dada en los Evangelios, como lo profesa la Iglesia Católica reformada, estando confirmado en la gracia, y teniendo de ello la seguridad infalible de la fe cristiana.» A esto el inquisidor le contestó: «Tú no eres cristiano, sino un absurdo hereje, y sin conversión un hijo de perdición.» El preso le contestó que no pertenecía a la naturaleza y esencia de la religión y de la caridad convencer por medio de palabras insultantes, de potros y tormentos, sino por argumentos tomados de las Escrituras; y que todos los otros métodos serían totalmente ineficaces.
El inquisidor se enfureció de tal manera ante las contestaciones del preso que le abofeteó en la cara, empleando muchas palabras insultantes, y trató de apuñalarlo, lo que ciertamente hubiera hecho si no le hubieran detenido los Jesuitas; y desde este momento ya no visitó más al preso.
Al siguiente día volvieron los dos Jesuitas, con un aire muy grave y solemne, y el superior le preguntó qué resolución había adoptado. A esto Mr. Lithgow le contestó que él ya había tomado su resolución, a no ser que le pudieran dar razones de peso para hacerle cambiar de postura. El superior, después de una pedante exposición de sus siete sacramentos, de la intercesión de los santos, de la transubstanciación, etc., se jactó enormemente de su Iglesia, de su antigüedad, universalidad, y uniformidad, cosas todas que Mr. Lithgow negó: «Porque la profesión de fe que yo sostengo ha existido desde los días de los apóstoles, y Cristo siempre ha tenido Su propia Iglesia (por muy oscuramente que fuera) en el tiempo de vuestras tinieblas más espesas.»
Los Jesuitas, viendo que sus argumentos no surtían el efecto deseado, que los tormentos no podían sacudir su constancia, y ni siquiera el temor de la cruel sentencia que tenía todas las razones para esperar que sería pronunciada y ejecutada contra él, le dejaron, después de hacerle graves amenazas. Al octavo día después, que era el último de su Inquisición, cuando se pronuncia la sentencia, volvieron de nuevo, pero muy cambiados en sus palabras y conducta después de repetir mucho los mismos argumentos mencionados anteriormente; pretendieron, con aparentes lágrimas en los ojos, que sentían de corazón que se viera obligado a sufrir una terrible muerte, pero sobre todo, por la pérdida de su preciosísima alma; y cayendo de rodillas, clamaron: «¡Conviértete, conviértete, querido hermano, por amor a nuestra bendita Señora, conviértete! »
A esto él respondió: «No le temo ni a la muerte ni a la hoguera; estoy preparado para las dos cosas.»
Los primeros efectos que sufrió Mr. Lithgow de la decisión de este sanguinario tribunal fue una sentencia para sufrir aquella noche once torturas, y que si no moría en el curso de su inflicción (lo que sería de esperar razonablemente por lo mutilado y torturado que estaba), sería, después de las fiestas de Pascua, llevado a Granada, para ser allí quemado hasta ser reducido a cenizas. La primera parte de esta sentencia fue ejecutada aquella noche de manera bárbara; pero le plugo a Dios darle fuerza tanto de cuerpo como de mente, y mantenerse firme en la verdad, y sobrevivir a los horrendos castigos que le fueron infligidos.
Después que los bárbaros aquellos se hubieron dado por satisfechos por ahora aplicándole al infeliz preso las más refinadas crueldades, le volvieron a poner los hierros, y lo devolvieron a su anterior mazmorra. A la mañana siguiente recibió un poco de auxilio del esclavo turco ya mencionado, que le trajo secretamente, en sus mangas, algunas pasas e higos, que lamió con toda la fuerza que le quedaba en la lengua. Es a este esclavo que atribuyó Mr. Lithgow el que sobreviviera tanto tiempo en una situación tan inhumana, porque encontró medios para llevarle algunos de estos frutos dos veces a la semana. Es muy extraordinario, y digno de mención, que este pobre esclavo, criado desde su infancia en base de las máximas de su profeta y de sus padres, y detestando a los cristianos al máximo, se sintiera tan afectado por las terribles circunstancias de Mr. Lithgow que cayó enfermo, y así estuvo por espacio de cuarenta días. Durante este período, Mr. Lithgow fue atendido por una mujer negra, esclava, que encontró maneras para darle aún más amplio auxilio que el turco, al conocer la casa y la familia. Le traía víveres cada día, y algo de vino en una botella.
El tiempo había ya transcurrido de tal manera, y la situación era tan verdaderamente horrenda, que Mr. Lithgow esperaba ansioso el día en que, viendo el fin de su vida, vería también el fin de sus tormentos. Pero sus deprimentes expectativas fueron interrumpidas por la feliz interposición de la Providencia, y consiguió su liberación gracias a las siguientes circunstancias.
Sucedió que un caballero español de alto rango llegó de Granada a Málaga, e invitado por el gobernador, le informó éste de lo que le había sucedido a Mr. Liffigow desde el momento en que fue prendido como espía, y le describió los diversos sufrimientos que había padecido. Asimismo le dijo que después que se supo que el preso era inocente, esto le causó gran preocupación. Que por esta razón lo habría liberado y hecho alguna compensación por los males que había sufrido, pero que, al inspeccionar sus escritos, se hallaron varios que eran de naturaleza blasfema, muy ridiculizadores de su religión, y que, al rehusar abjurar de estas opiniones heréticas, fue entregado a la Inquisición, por quienes fue finalmente condenado.
Mientras el gobernador estaba relatando esta trágica historia, un joven flamenco (criado del caballero español) que servia a la mesa quedó lleno de asombro y lástima por los sufrimientos del extraño así descritos. Al volver al alojamiento de su amo comenzó a dar vueltas en su mente a lo que había oído, lo que hizo tal impresión sobre él que no podía reposar en su cama. En los cortos sueños que descabezó, su imaginación lo llevaba a la persona descrita, sobre el potro, y ardiendo en el fuego. Y pasó la noche en esta ansiedad. Al llegar la mañana, fue a la ciudad, sin revelar sus intenciones a nadie, y preguntó por el factor inglés. Fue dirigido a la casa de un tal Mr. Wild, a quien le contó todo lo que había oído la noche anterior, entre su amo y el gobernador, pero no sabia el nombre de Mr. Lithgow. Sin embargo, Mr. Wild conjeturó que se trataba de él, al recordar el criado la circunstancia de que se trataba de un viajero, y de haberlo conocido algo.
Al irse el criado flamenco, Mr. Wild envió inmediatamente a buscar a los otros factores ingleses, a los que les contó todos los detalles acerca de su infortunado compatriota. Después de una breve consulta, acordaron enviar un informe de todo lo acontecido a Sir Walter Aston, el embajador inglés ante el rey de España, entonces en Madrid. Esto se hizo así, y el embajador, habiendo presentado un memorandum al rey y consejo de España, obtuvo una orden para la liberación de Mr. Lithgow, y su entrega al factor inglés. Esta orden iba dirigida al gobernador de Málaga, y fue recibida con gran disgusto y sorpresa por toda la asamblea de la sanguinaria Inquisición.
Mr. Lithgow fue liberado de su encierro en la víspera del Domingo de Pascua, siendo llevado desde su calabozo a hombros del esclavo que le había asistido, hasta la casa de un tal Mr. Bobisch, donde se le hizo objeto de todos los cuidados. También providencialmente estaba entonces fondeada en la rada una flotilla de naves inglesas, mandada por Sir Richard Hawkins, que, al ser informado de los sufrimientos y de la actual situación de Mr. Lithgow, acudió a tierra al día siguiente, con una guardia apropiada, y lo recibió de los mercaderes. Fue en el acto llevado envuelto en mantas a bordo de la nave Vanguard, y tres días después fue llevado a otra nave, por orden de Sir Robert Mansel, que ordenó que él iba a cuidarse personalmente del paciente. El factor le dio ropas y todas las provisiones necesarias, y además de esto le dieron doscientos reales de plata; y Sir Richard Hawkins le envió dos pistolas dobles.
Antes de zarpar de la costa española, Sir Richard Hawkins demandó la entrega de sus papeles, dinero, libros, etc., pero no pudo obtener una respuesta satisfactoria en cuanto a esto.
No podemos dejar de hacer una pausa para reflexionar cuán manifiestamente se interpuso la Providencia en favor de este pobre hombre, cuando estaba ya al borde de su destrucción; porque por su sentencia, frente a la cual no podía haber recurso alguno, habría sido llevado, pocos días después, a Granada, y quemado hasta quedar reducido a cenizas. Y cómo aquel pobre criado ordinario, que no le conocía en absoluto, ni podía tener interés personal alguno en su preservación, arriesgó el desagrado de su amo, poniendo en peligro su propia vida, para revelar algo tan importante y peligroso a un cabal]ero desconocido, de cuya discreción dependía su propia existencia. Pero por medio de estos medios secundarios se interfiere generalmente la Providencia en favor de los virtuosos y oprimidos; y de esto tenemos aquí un ejemplo de los más notables.
Después de estar doce días fondeado en la rada, la nave levó anclas, y al cabo de dos meses arribo a Deptford sana y salva. A la mañana siguiente Mr. Lithgow fue llevado en una litera de plumas a Theobalds, en Hertfordshire, donde en aquel entonces se encontraban el rey y la familia real. Su majestad estaba en aquel momento de cacería, pero al volver por la tarde le presentaron a Mr. Lithgow, que relató los detalles de sus sufrimientos y su feliz liberación. El rey se sintió tan afectado por la narración que expresó su sentimiento más profundo, y dio orden de que fuera enviado a Bath, y que sus necesidades fueran suplidas apropiadamente de su regia munificencia. Por medio de esto, en la gracia de Dios, tras cierto tiempo Mr. Lithgow fue restaurado desde el más mísero espectáculo a una gran medida de salud y fortaleza; pero perdió el uso de su brazo izquierdo y varios de los huesecillos quedaron tan aplastados y rotos que quedaron inutilizados para siempre.
A pesar de todos los esfuerzos, Mr. Lithgow jamás pudo obtener la devolución de ningunos de sus dineros o efectos, aunque su majestad y los ministros de estado se interesaron en su favor. Cierto es que Gondamore, el embajador español, prometió que le serían devueltos todos sus efectos, con la añadidura de 1000 libras en dinero inglés, como algo de compensación por las torturas que había sufrido, suma ésta que le debería ser pagada por el gobernador de Málaga. Pero estas promesas se quedaron en meras palabras; y aunque el rey era una cierta garantía de su cumplimiento, el astuto español encontró medios para eludirlas. La verdad es que tenía demasiada influencia en el consejo inglés en la época de aquel pacifico reinado, cuando Inglaterra permitió ser intimidada a una esclavizada complacencia por parte de la mayoría de los estados y reyes de Europa.
Recapitulación de la Inquisición
No se puede saber una cifra exacta de las multitudes que perecieron bajo la acción de la Inquisición por todo el mundo. Pero dondequiera que el papado tuviera el poder, allí había un tribunal. Fue constituido incluso en Oriente, y la Inquisición Portuguesa de Goa fue, hasta hace bien pocos años, un ejemplo de crueldad. América del Sur fue dividida en provincias de la Inquisición, y, con espantosa emulación de los crímenes de la madre patria, las llegadas de los virreyes y otros festejos populares eran consideradas incompletos sin un auto da fé. Los Países Bajos fueron una escena de matanzas desde el momento del decreto que instauró la Inquisición entre ellos. En España es más posible hacer cálculos. Cada uno de los diecisiete tribunales quemaron anualmente, durante un prolongado período, a diez pobres seres humanos. Debemos recordar que esto tuvo lugar en un país donde la persecución había abolido durante siglos toda diferencia religiosa, y donde la dificultad no residía en encontrar una estaca, sino la ofrenda. Sin embargo, incluso en España, donde la «herejía» había sido tan erradicada, la Inquisición pudo engordar su lista de asesinatos a treinta y dos mil. El número de quemados en efigie, o de condenados a penitencias, castigos generalmente equivalentes al destierro, confiscación y oprobio para la descendencia, ascendió a trescientos nueve mil. Pero las multitudes que perecieron en las cámaras de tortura, en los calabozos, y por corazones partidos, los millones de vidas dependientes que quedaron sin protección alguna, o que fueron aceleradas a la tumba por la muerte de las victimas, están más allá de todo registro: o registradas sólo por AQUEL que ha jurado que «El que lleva a cautividad, irá a cautiverio; el que a espada mate, a espada morirá.»
Así era la Inquisición, declarada por el Espíritu de Dios como siendo a la vez la descendencia e imagen del papado. Para ver la realidad de la paternidad, tenemos que contemplar los tiempos. En el siglo trece el papado estaba en la cima de su dominio secular; era independiente de todos los reinos; gobernaba con una influencia jamás vista ni desde entonces poseída por cetro humano alguno; era el soberano reconocido de cuerpos y almas; para todos los propósitos humanos tenía un poder inconmensurable para bien y para mal. Podría haber esparcido literatura, paz, libertad y cristianismo hasta los confines de Europa, o del mundo. Pero su naturaleza era adversaria; su triunfo más pleno sólo exhibió su más pleno mal; y, para vergüenza de la razón humana, y para terror y sufrimiento de la virtud humana, Roma, en la hora de su grandeza consumada, parió, dándose el monstruoso y horrendo nacimiento ¡de la INQUISICIÓN!